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Una-tierra-prometida (1)

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absoluta calma. Lanzaban pelotas por el largo pasillo que recorría toda la

extensión de la residencia y hacían galletas con los chefs de la Casa Blanca.

Sus fines de semana estaban llenos de encuentros con nuevos amigos para

jugar y celebrar fiestas de cumpleaños, baloncesto recreativo, ligas de

fútbol, clases de tenis para Malia, y clases de baile y de taekwondo para

Sasha (al igual que ocurría con su madre, más valía no meterse con ella). En

público, Michelle brillaba con su encanto, mientras que sus preferencias en

materia de moda atraían una atención favorable. Encargada de organizar el

festival anual conocido como baile de los Gobernadores, Michelle había

trastocado la tradición al hacer que el entretenimiento musical corriera a

cargo del grupo Earth, Wind & Fire, con su sonido R&B funk a todo

volumen generando movimientos en la pista de baile que nunca pensé que

vería en una reunión bipartidista de cargos públicos de mediana edad.

«Ponte guapa. Cuida a tu familia. Sé elegante. Apoya a tu hombre.»

Durante la mayor parte de la historia estadounidense, el trabajo de la

primera dama había venido definido por estos cuatro principios, y Michelle

destacaba en todos ellos. Sin embargo, lo que ocultaba al mundo exterior

era la irritación que inicialmente le provocaba su nuevo papel, y la

tremenda incertidumbre que ello le causaba.

No todas sus frustraciones eran nuevas. Durante todo el tiempo que

llevábamos juntos, había visto a mi esposa luchar como lo hacían muchas

otras mujeres, tratando de conciliar su identidad como profesional

independiente y ambiciosa con el deseo de ser madre de nuestras hijas con

el mismo nivel de cuidado y atención que Marian le había dado a ella. Yo

siempre había tratado de alentar a Michelle en su carrera, sin dar jamás por

supuesto que las tareas domésticas eran coto exclusivo suyo; y habíamos

tenido la suerte de que nuestros ingresos conjuntos y nuestra sólida red de

parientes cercanos y amigos nos habían dado una serie de ventajas que

muchas familias no tenían. Aun así, eso no bastó para aislar a Michelle de

las presiones sociales, tremendamente poco realistas y a menudo

contradictorias, que recibían las mujeres con hijos por parte de los medios

de comunicación, sus compañeras, sus empleadores y, obviamente, los

hombres de sus vidas.

Mi carrera política, con las prolongadas ausencias que suponía, lo había

hecho aún más difícil. Más de una vez, Michelle había decidido no

aprovechar una oportunidad que la entusiasmaba, pero que habría requerido

estar demasiado tiempo lejos de las niñas. Incluso en su último trabajo, en

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