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Una-tierra-prometida (1)

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reformas que iban más allá de las destinadas a abordar la cuestión principal

de salvar la economía.

Era como si nadie hubiera escuchado las promesas que yo había hecho

durante la campaña, o como si hubieran dado por supuesto que en realidad

no había querido decir lo que había dicho. La respuesta a mi discurso me

proporcionó un avance de lo que se convertiría en una crítica constante

durante mis primeros dos años en el cargo: que intentaba hacer demasiado,

que aspirar a algo más que un retorno al statu quo anterior a la crisis, tratar

el cambio como algo más que un eslogan, era, en el mejor de los casos,

ingenuo e irresponsable y, en el peor, una amenaza para Estados Unidos.

Por muy absorbente que fuera la crisis económica, mi incipiente

Administración no podía permitirse el lujo de aparcar todo lo demás, puesto

que la maquinaria del Gobierno federal se extendía por todo el globo,

girando sin parar cada minuto de cada día indiferente a las bandejas de

entrada abarrotadas y los ciclos de sueño humano. Muchas de sus funciones

(generar cheques de la Seguridad Social, mantener en órbita satélites

meteorológicos, procesar préstamos agrícolas, emitir pasaportes...) no

requerían instrucciones específicas de la Casa Blanca, operando de manera

similar a un cuerpo humano que respira o suda al margen del control

consciente del cerebro. Pero eso todavía dejaba a un incontable número de

agencias y edificios llenos de personas que necesitaban nuestra atención

diaria: por ejemplo, requerían orientación sobre sus políticas o ayuda con la

dotación de personal, o buscaban asesoramiento porque algún fallo interno

o acontecimiento externo había alterado el sistema. Después de nuestra

primera reunión semanal en el despacho Oval le pedí a Bob Gates, que ya

había trabajado con siete presidentes anteriores a mí, que me diera cualquier

consejo que se le ocurriera para la gestión del poder ejecutivo. Frunciendo

los labios, me obsequió con una de sus risitas irónicas.

«Solo hay una cosa que puede dar por segura, señor presidente —me dijo

—. Cualquier día, en cualquier momento dado, alguien, en algún lugar, la

está cagando.»

Nos pusimos manos a la obra intentando cagarla lo menos posible.

Además de mis reuniones regulares con los secretarios del Tesoro, de

Estado y de Defensa, y los informes diarios que recibía de mis equipos

económico y de seguridad nacional, decidí sentarme con cada miembro de

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