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Una-tierra-prometida (1)

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umbral del recargado hemiciclo de la Cámara y escuché al ujier anunciar mi

entrada en la sala.

«Señora presidenta...» Quizá más que cualesquiera otras, esas palabras, y

la escena que siguió a continuación, me hicieron ser consciente de la

grandeza del puesto que ahora ocupaba: el atronador aplauso cuando entré

en el hemiciclo; el lento avance por el pasillo central a través de un bosque

de manos tendidas; los miembros de mi gabinete alineados en las dos

primeras filas; los jefes de Estado Mayor con sus relucientes uniformes, y

los jueces del Tribunal Supremo con sus togas negras, como miembros de

un antiguo gremio; el saludo de la presidenta Pelosi y el vicepresidente

Biden, situados a ambos lados del lugar que yo ocupaba; mi esposa

sonriendo radiante desde la galería superior con su vestido sin mangas (fue

entonces cuando realmente despegó el culto a los brazos de Michelle),

saludando con la mano y lanzando un beso cuando la presidenta golpeó con

su mazo y se inició la sesión...

Aunque hablé sobre mis planes para poner fin a la guerra en Irak,

potenciar los esfuerzos de Estados Unidos en Afganistán y proseguir la

lucha contra las organizaciones terroristas, dediqué la mayor parte de mi

discurso a la crisis económica. Repasé la Ley de Recuperación, nuestro plan

de vivienda y los argumentos que justificaban la necesidad del test de estrés

financiero. Pero también quería plantear una cuestión más importante: que

teníamos que seguir aspirando a conseguir más. Yo no quería limitarme a

resolver las emergencias cotidianas; creía que teníamos que apostar por un

cambio duradero. Una vez hubiéramos restaurado el crecimiento de la

economía, no nos conformaríamos con volver a lo de siempre como si no

hubiera pasado nada. Aquella noche dejé claro que tenía la intención de

seguir avanzando con reformas estructurales —en educación, energía y

política climáticas, atención sanitaria y regulación financiera— que

sentaran las bases para que el país iniciara una etapa de prosperidad a largo

plazo y de amplia base.

Hacía tiempo que los días en que me ponía nervioso cuando subía a un

gran estrado habían quedado atrás, y, considerando cuánto terreno teníamos

que cubrir, el discurso fue tan bien como podía esperar. Según Axe y Gibbs,

tuvo buenas críticas, y los tertulianos me consideraron adecuadamente

«presidencial». Pero, al parecer, se habían quedado sorprendidos por la

audacia de mi agenda, por mi predisposición a seguir avanzando con

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