Una-tierra-prometida (1)
que un presidente tiene la oportunidad de hablar directamente a decenas demillones de compatriotas.Mi primer discurso estaba programado para el 24 de febrero, lo queimplicaba que, mientras todavía estábamos luchando para conseguir poneren marcha nuestro plan de rescate económico, yo tenía que sacar tiempo dedonde pudiera para revisar los borradores que preparaba Favs. No era unatarea fácil para ninguno de nosotros. Otros discursos podían tratar de temasgenerales o centrarse en una única cuestión. Pero en el SOTU (State of theUnion ), como le gustaba llamarlo al personal del Ala Oeste, se esperabaque el presidente describiera las prioridades de la política nacional yexterior para el año siguiente. Y daba igual cuánto aliñaras tus planes ypropuestas con anécdotas o frases pegadizas: las explicaciones detalladassobre la ampliación de Medicare o la reembolsabilidad del crédito fiscalrara vez tocaban la fibra sensible.Dada mi experiencia como senador, estaba bastante versado en la políticade ovaciones del SOTU: el ritualizado espectáculo en el que los miembrosdel partido del presidente se levantaban y aplaudían a rabiar cada tresfrases, mientras que el partido de la oposición se negaba a hacerlo inclusoante la historia más conmovedora por temor a que las cámaras le pillaranaliándose con el enemigo (la única excepción a esta regla era cualquierposible mención a las tropas desplegadas en el extranjero). Esta absurdarepresentación teatral no solo ponía de relieve la división del país en unmomento en que necesitábamos unidad, sino que, además, las constantesinterrupciones acababan prolongando al menos quince minutos un discursoya de por sí bastante largo. Yo había considerado la posibilidad de empezarmi discurso pidiendo a todos los asistentes que se abstuvieran de aplaudir,pero, como cabía esperar, Gibbs y el equipo de comunicación me habíandicho que ni se me ocurriera, insistiendo en que una Cámara silenciosa noquedaría bien en televisión.Pero si el proceso previo al SOTU nos hizo sentirnos agobiados y faltosde inspiración —si en varios momentos le dije a Favs que, después de undiscurso la noche de la jornada electoral, un discurso de investidura y casidos años de hablar sin parar, no tenía absolutamente nada nuevo que decir,y le haría un favor al país si, emulando a Thomas Jefferson, me limitaba adejar escritos mis comentarios al Congreso para que la gente los leyeracuando le conviniera—, todo eso desapareció en el instante en que llegué al
umbral del recargado hemiciclo de la Cámara y escuché al ujier anunciar mientrada en la sala.«Señora presidenta...» Quizá más que cualesquiera otras, esas palabras, yla escena que siguió a continuación, me hicieron ser consciente de lagrandeza del puesto que ahora ocupaba: el atronador aplauso cuando entréen el hemiciclo; el lento avance por el pasillo central a través de un bosquede manos tendidas; los miembros de mi gabinete alineados en las dosprimeras filas; los jefes de Estado Mayor con sus relucientes uniformes, ylos jueces del Tribunal Supremo con sus togas negras, como miembros deun antiguo gremio; el saludo de la presidenta Pelosi y el vicepresidenteBiden, situados a ambos lados del lugar que yo ocupaba; mi esposasonriendo radiante desde la galería superior con su vestido sin mangas (fueentonces cuando realmente despegó el culto a los brazos de Michelle),saludando con la mano y lanzando un beso cuando la presidenta golpeó consu mazo y se inició la sesión...Aunque hablé sobre mis planes para poner fin a la guerra en Irak,potenciar los esfuerzos de Estados Unidos en Afganistán y proseguir lalucha contra las organizaciones terroristas, dediqué la mayor parte de midiscurso a la crisis económica. Repasé la Ley de Recuperación, nuestro plande vivienda y los argumentos que justificaban la necesidad del test de estrésfinanciero. Pero también quería plantear una cuestión más importante: queteníamos que seguir aspirando a conseguir más. Yo no quería limitarme aresolver las emergencias cotidianas; creía que teníamos que apostar por uncambio duradero. Una vez hubiéramos restaurado el crecimiento de laeconomía, no nos conformaríamos con volver a lo de siempre como si nohubiera pasado nada. Aquella noche dejé claro que tenía la intención deseguir avanzando con reformas estructurales —en educación, energía ypolítica climáticas, atención sanitaria y regulación financiera— quesentaran las bases para que el país iniciara una etapa de prosperidad a largoplazo y de amplia base.Hacía tiempo que los días en que me ponía nervioso cuando subía a ungran estrado habían quedado atrás, y, considerando cuánto terreno teníamosque cubrir, el discurso fue tan bien como podía esperar. Según Axe y Gibbs,tuvo buenas críticas, y los tertulianos me consideraron adecuadamente«presidencial». Pero, al parecer, se habían quedado sorprendidos por laaudacia de mi agenda, por mi predisposición a seguir avanzando con
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que un presidente tiene la oportunidad de hablar directamente a decenas de
millones de compatriotas.
Mi primer discurso estaba programado para el 24 de febrero, lo que
implicaba que, mientras todavía estábamos luchando para conseguir poner
en marcha nuestro plan de rescate económico, yo tenía que sacar tiempo de
donde pudiera para revisar los borradores que preparaba Favs. No era una
tarea fácil para ninguno de nosotros. Otros discursos podían tratar de temas
generales o centrarse en una única cuestión. Pero en el SOTU (State of the
Union ), como le gustaba llamarlo al personal del Ala Oeste, se esperaba
que el presidente describiera las prioridades de la política nacional y
exterior para el año siguiente. Y daba igual cuánto aliñaras tus planes y
propuestas con anécdotas o frases pegadizas: las explicaciones detalladas
sobre la ampliación de Medicare o la reembolsabilidad del crédito fiscal
rara vez tocaban la fibra sensible.
Dada mi experiencia como senador, estaba bastante versado en la política
de ovaciones del SOTU: el ritualizado espectáculo en el que los miembros
del partido del presidente se levantaban y aplaudían a rabiar cada tres
frases, mientras que el partido de la oposición se negaba a hacerlo incluso
ante la historia más conmovedora por temor a que las cámaras le pillaran
aliándose con el enemigo (la única excepción a esta regla era cualquier
posible mención a las tropas desplegadas en el extranjero). Esta absurda
representación teatral no solo ponía de relieve la división del país en un
momento en que necesitábamos unidad, sino que, además, las constantes
interrupciones acababan prolongando al menos quince minutos un discurso
ya de por sí bastante largo. Yo había considerado la posibilidad de empezar
mi discurso pidiendo a todos los asistentes que se abstuvieran de aplaudir,
pero, como cabía esperar, Gibbs y el equipo de comunicación me habían
dicho que ni se me ocurriera, insistiendo en que una Cámara silenciosa no
quedaría bien en televisión.
Pero si el proceso previo al SOTU nos hizo sentirnos agobiados y faltos
de inspiración —si en varios momentos le dije a Favs que, después de un
discurso la noche de la jornada electoral, un discurso de investidura y casi
dos años de hablar sin parar, no tenía absolutamente nada nuevo que decir,
y le haría un favor al país si, emulando a Thomas Jefferson, me limitaba a
dejar escritos mis comentarios al Congreso para que la gente los leyera
cuando le conviniera—, todo eso desapareció en el instante en que llegué al