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Una-tierra-prometida (1)

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Por más que Tim se culpara a sí mismo durante el análisis retrospectivo

de la mañana siguiente, yo lo identifiqué más bien como un fallo del

sistema, y un error por mi parte al poner en la picota a quienes trabajaban

para mí. Un día antes, hablando en una conferencia de prensa propia, sin

pensarlo e injustamente, había dado una gran cantidad de publicidad

anticipada al discurso de Tim, declarando a los periodistas que anunciaría

«planes claros y concretos» y que estaba preparado para tener «su momento

de gloria».

Las lecciones que extrajimos en general fueron dolorosas, pero útiles. En

los meses siguientes insté a nuestro equipo a seguir procesos más estrictos,

con mejores comunicaciones entre las partes de la Administración

involucradas; a anticipar los posibles problemas y resolver las disputas

antes de que se hiciera público cualquier plan, dando a nuestras ideas el

tiempo y el espacio apropiados para que germinaran independientemente de

las presiones externas; a prestar especial atención a quién se encomendaban

los grandes proyectos, y a trabajar a conciencia los detalles no solo de

fondo, sino también de forma.

Y una cosa más: me aseguré de no volver a abrir la bocaza para generar

expectativas que, dadas las circunstancias, no podrían cumplirse.

Aun así, el daño ya estaba hecho. La primera impresión que se llevó el

mundo de mi estelar y esforzado equipo económico fue que parecía una

pandilla incapaz de dar una a derechas. Los republicanos se pavoneaban.

Rahm recibía llamadas de demócratas inquietos. Prácticamente lo único

positivo que pude sacar del fiasco fue la reacción de Tim. Podría haberse

venido abajo, pero no lo hizo. Lejos de ello, adoptó el aire resignado de

alguien que aceptaba su castigo por lo mal que había dado su discurso, pero

al mismo tiempo confiaba en que en lo más importante tenía razón.

Me gustó su reacción. Seguía siendo mi hombre. Lo mejor que podíamos

hacer ahora era ponernos manos a la obra, actuar y esperar que nuestro

maldito plan realmente funcionara.

«Señora presidenta de la Cámara... ¡el presidente de Estados Unidos!»

Por razones que todavía no tengo del todo claras, el primer discurso de

un presidente recién elegido ante una sesión plenaria del Congreso en

puridad no se considera un discurso del estado de la Unión, pero a todos los

efectos eso es exactamente lo que es: el primero de ese ritual anual en el

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