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Una-tierra-prometida (1)

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desencadenar un terremoto financiero global aún mayor del que

acabábamos de capear. Y pese a los cientos de miles de millones de dólares

que el Gobierno ya había dedicado a su rescate, no había forma de que los

300.000 millones que aún quedaban en fondos del TARP pudieran subsanar

el ritmo de pérdidas. Un análisis de la Reserva Federal predecía que, a

menos que todo el sistema se estabilizara pronto, los bancos podrían

necesitar una inyección de dinero adicional de entre 300.000 y 700.000

millones de dólares por parte del Gobierno; esas cifras no incluían a AIG,

que posteriormente anunciaría unas pérdidas trimestrales de 62.000

millones de dólares.

En lugar de gastar más dinero de los contribuyentes en un bote que hacía

agua, teníamos que encontrar la forma de tapar los agujeros. Ante todo

necesitábamos restaurar un mínimo de confianza en el mercado a fin de que

los inversores que habían huido a valores refugio, sacando billones de

dólares en capital privado del sector financiero, volvieran al mercado y

reinvirtieran. En cuanto a Fannie y Freddie, Tim me explicó que teníamos

autorización para inyectarles más dinero sin necesidad de la aprobación del

Congreso, en parte porque ya se les había puesto bajo la tutela

gubernamental. De inmediato acordamos un nuevo compromiso de capital

de 200.000 millones de dólares. Esta no era una opción cómoda, pero la

alternativa era dejar que todo el mercado hipotecario estadounidense

desapareciera.

En cuanto al resto del sistema financiero, las decisiones resultaban algo

más difíciles. Unos días después, en otra reunión celebrada en el despacho

Oval, Tim y Larry perfilaron tres opciones básicas. La primera, uno de

cuyos defensores más prominentes era la presidenta de la Corporación

Federal de Seguro de Depósitos, Sheila Bair —que ocupaba el cargo desde

la época de Bush—, implicaba recuperar la idea original de Hank Paulson

para el TARP, que consistía en hacer que el Gobierno creara un único

«banco malo» que comprara todos los activos tóxicos que estuvieran en

manos privadas, limpiando de ese modo el sector bancario. Eso permitiría a

los inversores un mínimo de confianza y a los bancos empezar a prestar de

nuevo.

Como cabría esperar, a los mercados les gustaba este enfoque, ya que en

la práctica endosaba las futuras pérdidas a los contribuyentes. Sin embargo,

el problema de la idea del «banco malo» —como señalaron tanto Tim como

Larry— era que nadie sabía cómo fijar el precio justo de todos los activos

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