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Una-tierra-prometida (1)

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choque de cosmovisiones, valores y relatos.

Si ahora todo esto me parece obvio, en ese momento no lo era. Mi equipo y

yo estábamos demasiado ocupados. La aprobación de la Ley de

Recuperación y el despliegue de nuestro plan de vivienda posiblemente

fueran elementos necesarios para poner fin a la crisis, pero ni de lejos eran

suficientes. El sistema financiero global, en particular, todavía seguía roto,

y el hombre en el que yo confiaba para arreglarlo no tuvo un comienzo

prometedor.

Los problemas de Tim Geithner habían comenzado unas semanas antes,

durante su proceso de confirmación como secretario del Tesoro.

Históricamente, la confirmación por parte del Senado de los nombramientos

de los miembros del gabinete había sido siempre un procedimiento en cierto

modo rutinario, donde los senadores de ambos partidos partían del supuesto

de que el presidente tenía derecho a elegir a su propio equipo, incluso si

consideraban que los hombres y mujeres a los que este había seleccionado

eran unos sinvergüenzas y unos necios. Pero en los últimos años el mandato

constitucional del Senado de «asesorar y consentir» se había convertido en

un arma más en el interminable ciclo de la guerra de trincheras partidista.

Ahora el personal del Senado del partido contrario escudriñaba el historial

de los candidatos en busca de cualquier indiscreción juvenil o declaración

perjudicial que pudiera esgrimirse en una audiencia o convertirse en noticia.

La vida personal de los candidatos se convertía en objeto de un

interminable e intrusivo cuestionamiento público. El propósito de este

ejercicio no era necesariamente torpedear el nombramiento —a la larga la

mayoría de los candidatos eran confirmados—, sino distraer y avergonzar

desde el punto de vista político a la Administración. El sinsentido de este

procedimiento tenía otra consecuencia: cada vez con más frecuencia los

candidatos mejor cualificados para ocupar altos cargos federales esgrimían

el calvario de la confirmación —el hecho de que podía afectar a su

reputación o a sus familias— como una razón para rechazar un puesto

prominente.

El problema concreto de Tim tenía que ver con los impuestos: durante los

tres años que había trabajado para el Fondo Monetario Internacional ni él ni

sus contables habían advertido que la organización no retenía los impuestos

sobre la renta de sus empleados estadounidenses. Era un error menor y

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