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Una-tierra-prometida (1)

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acciones que el Gobierno pudiera emprender para ayudar a los necesitados

estaban a nuestro alcance y al de las personas como nosotros; que nadie

estaba jugando con el sistema, y que las desgracias, tropiezos o

circunstancias que hacían que otros lo pasaran mal eran los mismos de los

que nosotros podíamos ser presa en algún momento de la vida.

Con los años, esa confianza se fue haciendo difícil de mantener. La

brecha de la raza la puso especialmente a prueba. Aceptar que los

afroamericanos y otros grupos minoritarios podían necesitar ayuda

adicional del Gobierno —que el origen de sus penalidades particulares se

remontaba a una historia brutal de discriminación y no a determinadas

características inmutables u opciones individuales— requería cierto grado

de empatía, un sentimiento de camaradería que a muchos votantes blancos

les resultaba difícil albergar. Históricamente, los programas diseñados para

ayudar a las minorías raciales, desde los «cuarenta acres y una mula»

prometidos a los esclavos liberados tras la guerra de Secesión hasta las

medidas de discriminación positiva adoptadas en fecha más reciente,

siempre se han recibido con manifiesta hostilidad. Incluso programas de

carácter universal que gozaban de un amplio apoyo —como la educación

pública o el empleo en el sector público— tuvieron una curiosa manera de

resultar controvertidos en el momento en que se incluyeron como

beneficiarias a las personas negras y mulatas.

La llegada de tiempos económicos difíciles puso aún más a prueba la

confianza cívica. Cuando la tasa de crecimiento de Estados Unidos empezó

a desacelerarse en la década de 1970 —mientras los ingresos se estancaban

y se reducía el número de puestos de trabajo bien remunerados para quienes

no tenían un título universitario, y a los padres empezó a preocuparles la

posibilidad de que a sus hijos no les fuera tan bien como les había ido a

ellos—, el alcance de las inquietudes personales se redujo. Nos volvimos

más sensibles a la posibilidad de que otra persona estuviera recibiendo algo

de lo que nosotros carecíamos y más receptivos a la idea de que no se podía

confiar en que el Gobierno fuera justo.

La promoción de este relato —uno que no alimentaba precisamente la

confianza, sino el resentimiento— pasó a constituir el elemento definitorio

del moderno Partido Republicano. Con distintos grados de sutileza y

diferentes niveles de éxito, los candidatos republicanos lo adoptaron como

su principal eslogan, tanto si se presentaban a la presidencia como si

intentaban ser elegidos miembros de la junta escolar local. Se convirtió en

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