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Una-tierra-prometida (1)

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necesarios para mantener el orden, nuestra temprana democracia había

dejado en gran medida a cada uno de nosotros a su propia suerte. Luego se

libró una sangrienta guerra para decidir si los derechos de propiedad daban

margen para tratar a los negros como mercancía. Surgieron movimientos

impulsados por trabajadores, agricultores y mujeres que habían

experimentado en sus propias carnes cómo la libertad de una persona

implicaba con demasiada frecuencia su propia subyugación. Vino una

depresión, y la gente aprendió que dejarte a tu propia suerte podía significar

penuria y vergüenza.

Así es como Estados Unidos y otras democracias avanzadas crearon el

contrato social moderno. A medida que nuestra sociedad se fue haciendo

más compleja, cada vez más funciones del Gobierno adoptaron la forma de

un seguro social, donde cada uno de nosotros contribuía con sus impuestos

a la protección colectiva: para obtener una ayuda de emergencia si nuestra

casa quedaba destruida por el paso de un huracán; para tener una prestación

por desempleo si perdíamos el trabajo; para contar con programas como la

Seguridad Social y Medicare a fin de reducir las servidumbres de la vejez;

para proporcionar un servicio fiable de electricidad y teléfono a quienes

vivieran en zonas rurales donde en caso contrario las compañías de

servicios públicos no obtendrían beneficios; para disponer de escuelas y

universidades públicas a fin de hacer la educación más igualitaria.

Funcionó, más o menos.

En el transcurso de una generación, y para la mayoría de

estadounidenses, la vida mejoró, se hizo más segura, más próspera y más

justa. Floreció una extensa clase media. Los ricos siguieron siendo ricos,

aunque quizá no tanto como les habría gustado, mientras que los pobres

eran menos numerosos, y no tan pobres como habrían sido en otras

circunstancias. Y si a veces debatíamos acerca de si los impuestos eran

demasiado altos o ciertas regulaciones desincentivaban la innovación,

acerca de si «papá Estado» socavaba la iniciativa individual o tal o cual

programa era un despilfarro, en general entendíamos las ventajas de una

sociedad que al menos trataba de ofrecer un trato justo a todo el mundo y

construía un suelo por debajo del cual nadie pudiera caer.

Sin embargo, mantener este pacto social requería confianza. Exigía que

nos sintiéramos todos unidos, si no como una familia, al menos como una

comunidad en la que cada miembro es digno de respeto y tiene derecho a

formular demandas al conjunto. Requería que creyéramos que cualesquiera

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