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Una-tierra-prometida (1)

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Santelli y había declarado que nuestro programa de vivienda constituía un

«riesgo moral», echando mano de un término económico que había pasado

al léxico popular, inicialmente utilizado para explicar cómo las políticas que

protegían a los bancos de sus crecientes pérdidas podían terminar alentando

aún más la imprudencia financiera en el futuro. Solo que ahora esa misma

expresión se utilizaba para argumentar en contra de la ayuda a las familias

que, por causas ajenas a su voluntad, estaban a punto de perder sus hogares.

Irritado, detuve el vídeo. Era solo un viejo truco, pensé, el tipo de

tejemaneje retórico que se había convertido en un clásico de los expertos

conservadores en todas partes, fuera cual fuese el problema: tomar el

lenguaje utilizado por los desfavorecidos para resaltar un mal social y darle

la vuelta. El problema ya no es la discriminación de la gente de color —

sostiene este argumento—: es el «racismo inverso», donde las minorías

«juegan la carta de la raza» para obtener una ventaja injusta. El problema

no es el acoso sexual en el trabajo: son las ariscas «feminazis» que aporrean

a los hombres con su corrección política. El problema no son los banqueros

que utilizan el mercado como su casino personal, o las empresas que

recortan los salarios cargándose a los sindicatos y deslocalizando los

puestos de trabajo: son los perezosos y holgazanes, junto con sus aliados

liberales de Washington, que pretenden aprovecharse de los auténticos

«creadores y ejecutores» de la economía.

Tales argumentos no tenían nada que ver con los hechos. Eran inmunes al

análisis. Se adentraban profundamente en el reino de lo mítico, redefiniendo

lo que era justo, reasignando el papel de víctima y confiriendo a personas

como los operadores bursátiles de Chicago el más preciado de los regalos:

la convicción de su inocencia, acompañada de la justa indignación que esta

conlleva.

A menudo pienso en aquel vídeo de Santelli, que presagiaba tantas de las

batallas políticas que habría de afrontar durante mi presidencia. Porque

había al menos una verdad parcial en lo que decía: nuestras exigencias al

Gobierno estadounidense ciertamente habían cambiado en los últimos dos

siglos, desde la época en que los Padres Fundadores le otorgaran su carta

fundacional. Más allá de los principios básicos de repeler a los enemigos y

conquistar el territorio, hacer cumplir los derechos de propiedad y

supervisar aquellos asuntos que los propietarios blancos juzgaban

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