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Una-tierra-prometida (1)

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aplaudían con aire de suficiencia desde sus escritorios mientras él

regurgitaba un montón de los consabidos eslóganes republicanos, incluida

la afirmación (incorrecta) de que nos tocaría pagar las hipotecas de

derrochadores y gorrones irresponsables —«perdedores», los llamaba

Santelli— que se habían metido en camisa de once varas. «¡El Gobierno

está promoviendo el mal comportamiento! —vociferaba—. ¿Cuántos de

ustedes quieren pagar la hipoteca de su vecino que tiene un baño extra y no

puede pagar sus facturas?»

Santelli pasaba luego a declarar que «lo que estamos haciendo hoy en

este país hace que nuestros Padres Fundadores, personas como Benjamin

Franklin y Jefferson, se revuelvan en la tumba». En algún punto, hacia la

mitad del monólogo, sugirió celebrar «un té en Chicago, en julio» para

poner fin a las grandes concesiones del Gobierno.

Me resultó difícil no desechar todo aquello como lo que de verdad era:

una actuación ligeramente entretenida destinada no a informar, sino a llenar

tiempo de antena, vender publicidad y hacer que los espectadores del

programa en cuestión —Squawk Box — se sintieran como verdaderos

expertos y no como parte de los «perdedores». Al fin y al cabo, ¿quién iba a

tomarse en serio ese populismo de pacotilla? ¿Cuántos estadounidenses

veían a los operadores de la Bolsa Mercantil de Chicago como

representantes de su país, unos operadores que todavía conservaban su

empleo precisamente porque el Gobierno había intervenido para mantener a

flote el sistema financiero?

En otras palabras: no eran más que sandeces. Santelli lo sabía. Los

presentadores de la CNBC que bromeaban con él lo sabían. Sin embargo,

estaba claro que, cuando menos, los operadores bursátiles suscribían por

completo lo que vendía Santelli. No parecían escarmentados por el hecho

de que la partida que habían estado jugando hubiera sido amañada de arriba

abajo, si no por ellos, sí por sus empleadores, los que de verdad hacían las

grandes apuestas en salas de juntas revestidas de madera. No parecían

preocupados por el hecho de que por cada «perdedor» que había comprado

una casa más grande de la que podía permitirse, había veinte personas que

habían vivido con arreglo a sus posibilidades, pero que ahora estaban

sufriendo las consecuencias de las malas apuestas de Wall Street.

No, aquellos operadores estaban realmente ofendidos, convencidos de

que el Gobierno estaba a punto de hundirles. Creían que ellos eran las

víctimas. Uno de ellos incluso se había inclinado hacia el micrófono de

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