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Una-tierra-prometida (1)

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El 18 de febrero, el día después de firmar la Ley de Recuperación, viajé a

Mesa, Arizona, con el propósito de anunciar nuestro plan para afrontar el

colapso del mercado inmobiliario. Aparte de la pérdida de empleos, ningún

otro aspecto de la crisis económica tuvo repercusiones más directas en la

gente. Mientras que en 2008 hubo más de tres millones de hogares en una u

otra fase del proceso de ejecución hipotecaria, en ese momento había otros

ocho millones en riesgo de correr la misma suerte. Durante los últimos tres

meses del año, el precio de la vivienda cayó casi un 20 por ciento, lo que

implicaba que incluso las familias que podían hacer frente a sus pagos de

repente se encontraban con un «patrimonio negativo»: su casa valía menos

de lo que debían; su principal inversión y su fuente de ahorro se habían

convertido en una piedra de molino de deuda atada alrededor del cuello.

Donde más se agravaba el problema era en estados como Nevada y

Arizona, dos de los epicentros de la burbuja inmobiliaria generada por las

hipotecas subprime . Allí podías recorrer en coche urbanizaciones enteras

que parecían pueblos fantasmas, con una manzana tras otra de casas todas

iguales, muchas de ellas recién construidas pero sin vida, casas sin vender, o

vendidas y luego embargadas de inmediato. Fuera como fuese, estaban

vacías, y algunas con las ventanas entabladas. Las pocas casas que todavía

estaban ocupadas destacaban como pequeños oasis, con sus diminutas

zonas de césped verdes y bien cuidadas y los coches aparcados en la

entrada, como solitarios enclaves en un escenario de devastada quietud.

Recuerdo haber hablado con un propietario de una de aquellas

urbanizaciones durante una visita de campaña a Nevada. Era un hombre

fornido y cuarentón con una camiseta blanca que había apagado su

cortacésped para estrecharme la mano, mientras un niño pequeño de pelo

rubio correteaba tras él de un lado a otro a toda velocidad en un triciclo

rojo. Me explicó que había tenido más suerte que muchos de sus vecinos: su

antigüedad en la fábrica donde trabajaba le había permitido evitar la

primera ola de despidos, y el trabajo de enfermera de su esposa parecía

relativamente seguro. Aun así, la casa por la que habían pagado

cuatrocientos mil dólares en el apogeo de la burbuja ahora costaba la mitad

de esa cantidad. Habían debatido discretamente si su mejor jugada era dejar

de pagar la hipoteca y marcharse. Hacia el final de nuestra conversación, el

hombre miró de nuevo a su hijo.

«Recuerdo que cuando yo era niño mi padre me hablaba del sueño

americano —me explicó—. Que lo más importante era trabajar duro.

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