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Una-tierra-prometida (1)

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escribió después de que el banco embargara su casa; le preocupaba que, si

no recibía ayuda inmediata, terminaría en la calle. Un estudiante había

dejado la universidad: se había quedado sin ayuda financiera, y ahora volvía

a casa de sus padres. Algunas cartas ofrecían detalladas recomendaciones

en materia de políticas públicas. Otras estaban escritas con enfado («¿Por

qué su Departamento de Justicia no ha metido en la cárcel a ninguno de

esos delincuentes de Wall Street?») o con silenciosa resignación («Dudo de

que usted llegue a leer esto, pero pensé que debería saber que aquí fuera lo

estamos pasando mal»).

La mayoría de las veces eran peticiones urgentes de ayuda, y yo

contestaba en una tarjeta que llevaba grabado en relieve el sello

presidencial, explicando los pasos que estábamos dando para relanzar la

economía y ofreciendo todo el aliento que podía. Luego marcaba la carta

original con instrucciones para mi personal. «Ver si el Departamento del

Tesoro puede consultar con el banco si hay alguna opción de

refinanciación», escribía. O bien: «¿Tiene el Departamento de Asuntos de

los Veteranos algún programa de préstamos en esta situación?». O

simplemente: «¿Podemos ayudar?».

Eso solía bastar para captar la atención de la agencia pertinente. Ellos se

ponían en contacto con el autor de la carta, y al cabo de unos días o unas

semanas yo recibía un memorándum de seguimiento explicando las

acciones emprendidas en su beneficio. A veces la gente obtenía la ayuda

que había pedido: la salvación temporal de su hogar, un puesto en un

programa de formación...

Aun así, era difícil darse por satisfecho con meros casos individuales. Yo

sabía que cada carta representaba la desesperación de millones de personas

en todo el país, personas que contaban conmigo para salvar sus puestos de

trabajo o sus hogares, para recuperar la mayor o menor sensación de

seguridad que sentían antaño. No importa cuánto nos esforzáramos mi

equipo y yo, no importa cuántas iniciativas pusiéramos en marcha o cuántos

discursos pudiera dar: no había forma de eludir los hechos irrefutables y

adversos.

Tres meses después de iniciado mi mandato, el número de personas que

lo pasaban mal era mayor que cuando empecé, y nadie —ni siquiera yo

mismo— podía tener la certeza de un próximo alivio de la situación.

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