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Una-tierra-prometida (1)

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Aparte de los cinco minutos que había pasado caminando por el pasillo

para acostar a las niñas y darle un beso de buenas noches a Michelle,

llevaba plantado en mi silla desde la hora de la cena, igual que casi todas las

noches de la semana. Para mí, estas solían ser las horas más tranquilas y

productivas de la jornada, un momento en que podía ponerme al día con el

trabajo y prepararme para lo que fuera que viniera a continuación,

revisando las pilas de material que mi secretario de Gabinete enviaba a la

residencia para que lo examinara: los últimos datos económicos,

memorándums de decisión, memorándums informativos, informes de

inteligencia, propuestas legislativas, borradores de discursos, temas a

abordar en conferencias de prensa...

Cuando leía las cartas de los electores sentía con mayor intensidad la

seriedad de mi trabajo. Todas las noches recibía un lote de diez de ellas —

algunas escritas a mano; otras en forma de correos electrónicos impresos—,

pulcramente ordenadas en una carpeta morada. A menudo eran lo último

que miraba antes de acostarme.

Lo de las cartas había sido idea mía: se me había ocurrido el segundo día

en el cargo. Pensé que una dosis regular de correo de los electores sería una

forma eficaz de salir de la burbuja presidencial y escuchar directamente a

quienes servía. Las cartas eran como un gotero intravenoso del mundo real,

un recordatorio diario del pacto que había adquirido con el pueblo

estadounidense, la confianza de la que ahora era depositario y el impacto

humano de cada decisión que tomaba. Insistí en ver una muestra

representativa («No quiero solo un montón de alegre cháchara de

simpatizantes», le dije a Pete Rouse, que ahora era asesor principal y Yoda

oficial del Ala Oeste). Aparte de eso, dejamos en manos de nuestra Oficina

de Correspondencia la tarea de elegir cuáles de las cerca de diez mil cartas

y correos electrónicos que llegaban diariamente a la Casa Blanca pasaban a

formar parte de la carpeta.

Durante la primera semana, lo que leí fueron sobre todo cosas

agradables: notas de felicitación, personas que me decían cuánto les había

motivado el día de mi investidura, niños con sugerencias de leyes

(«Deberías aprobar una ley para reducir la cantidad de deberes»)...

Pero a medida que transcurrían las semanas las cartas se fueron haciendo

más sombrías. Un hombre que llevaba veinte años ocupando el mismo

puesto de trabajo me describía la vergüenza que había sentido al tener que

decirles a su mujer y a sus hijos que le habían despedido. Una mujer me

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