Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

12Apreciado presidente Obama:Hoy me han informado de que a partir del 30 de junio de 2009 me uniré al rápidamentecreciente número de desempleados de este país...Esta noche, mientras metía a mis hijos en la cama, luchando contra el pánico que amenazabacon consumirme, me he dado cuenta de que, como madre, no tendré la oportunidad que mispadres tuvieron. No podré mirar a mis hijos y decirles honestamente que, si te esfuerzas losuficiente y te sacrificas lo suficiente, entonces todo es posible. Hoy he aprendido que puedestomar todas las decisiones correctas, hacer todo lo correcto, y aun así puede que no seasuficiente, porque tu Gobierno te ha fallado.Aunque mi Gobierno ha estado hablando mucho de proteger y ayudar a la clase mediaestadounidense, lo que yo he visto ha sido lo contrario. Veo un Gobierno que ha estado alservicio de los lobistas y de determinados grupos de interés concretos. Veo que se gastan milesde millones de dólares en rescates para instituciones financieras...Gracias por permitirme expresar tan solo algunos de mis pensamientos en esta emotivanoche.Atentamente,NICOLE BRANDONVirginiaCreo recordar que cada noche leía dos o tres cartas como esta. Luego lasvolvía a meter en la carpeta en la que habían llegado y las añadía a la granpila de papeles que había sobre el escritorio. Aquella noche en concreto, elreloj de pie de la sala de los Tratados marcaba la una de la madrugada. Mefroté los ojos, decidí que necesitaba una lámpara de lectura mejor, y miréfugazmente la enorme pintura al óleo que colgaba sobre el pesado sofá depiel. Representaba a un corpulento presidente McKinley, con el ceñofruncido como un severo director de escuela, observando a un grupo dehombres con bigote mientras firmaban el tratado que ponía fin a la guerrahispano-estadounidense de 1898, todos ellos reunidos en torno a la mismamesa donde ahora me sentaba. Era una magnífica obra para un museo, perono constituía la mejor elección para el que ahora era mi despacho principal;tomé nota mental de hacerlo reemplazar por algo más contemporáneo.

Aparte de los cinco minutos que había pasado caminando por el pasillopara acostar a las niñas y darle un beso de buenas noches a Michelle,llevaba plantado en mi silla desde la hora de la cena, igual que casi todas lasnoches de la semana. Para mí, estas solían ser las horas más tranquilas yproductivas de la jornada, un momento en que podía ponerme al día con eltrabajo y prepararme para lo que fuera que viniera a continuación,revisando las pilas de material que mi secretario de Gabinete enviaba a laresidencia para que lo examinara: los últimos datos económicos,memorándums de decisión, memorándums informativos, informes deinteligencia, propuestas legislativas, borradores de discursos, temas aabordar en conferencias de prensa...Cuando leía las cartas de los electores sentía con mayor intensidad laseriedad de mi trabajo. Todas las noches recibía un lote de diez de ellas —algunas escritas a mano; otras en forma de correos electrónicos impresos—,pulcramente ordenadas en una carpeta morada. A menudo eran lo últimoque miraba antes de acostarme.Lo de las cartas había sido idea mía: se me había ocurrido el segundo díaen el cargo. Pensé que una dosis regular de correo de los electores sería unaforma eficaz de salir de la burbuja presidencial y escuchar directamente aquienes servía. Las cartas eran como un gotero intravenoso del mundo real,un recordatorio diario del pacto que había adquirido con el puebloestadounidense, la confianza de la que ahora era depositario y el impactohumano de cada decisión que tomaba. Insistí en ver una muestrarepresentativa («No quiero solo un montón de alegre cháchara desimpatizantes», le dije a Pete Rouse, que ahora era asesor principal y Yodaoficial del Ala Oeste). Aparte de eso, dejamos en manos de nuestra Oficinade Correspondencia la tarea de elegir cuáles de las cerca de diez mil cartasy correos electrónicos que llegaban diariamente a la Casa Blanca pasaban aformar parte de la carpeta.Durante la primera semana, lo que leí fueron sobre todo cosasagradables: notas de felicitación, personas que me decían cuánto les habíamotivado el día de mi investidura, niños con sugerencias de leyes(«Deberías aprobar una ley para reducir la cantidad de deberes»)...Pero a medida que transcurrían las semanas las cartas se fueron haciendomás sombrías. Un hombre que llevaba veinte años ocupando el mismopuesto de trabajo me describía la vergüenza que había sentido al tener quedecirles a su mujer y a sus hijos que le habían despedido. Una mujer me

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Apreciado presidente Obama:

Hoy me han informado de que a partir del 30 de junio de 2009 me uniré al rápidamente

creciente número de desempleados de este país...

Esta noche, mientras metía a mis hijos en la cama, luchando contra el pánico que amenazaba

con consumirme, me he dado cuenta de que, como madre, no tendré la oportunidad que mis

padres tuvieron. No podré mirar a mis hijos y decirles honestamente que, si te esfuerzas lo

suficiente y te sacrificas lo suficiente, entonces todo es posible. Hoy he aprendido que puedes

tomar todas las decisiones correctas, hacer todo lo correcto, y aun así puede que no sea

suficiente, porque tu Gobierno te ha fallado.

Aunque mi Gobierno ha estado hablando mucho de proteger y ayudar a la clase media

estadounidense, lo que yo he visto ha sido lo contrario. Veo un Gobierno que ha estado al

servicio de los lobistas y de determinados grupos de interés concretos. Veo que se gastan miles

de millones de dólares en rescates para instituciones financieras...

Gracias por permitirme expresar tan solo algunos de mis pensamientos en esta emotiva

noche.

Atentamente,

NICOLE BRANDON

Virginia

Creo recordar que cada noche leía dos o tres cartas como esta. Luego las

volvía a meter en la carpeta en la que habían llegado y las añadía a la gran

pila de papeles que había sobre el escritorio. Aquella noche en concreto, el

reloj de pie de la sala de los Tratados marcaba la una de la madrugada. Me

froté los ojos, decidí que necesitaba una lámpara de lectura mejor, y miré

fugazmente la enorme pintura al óleo que colgaba sobre el pesado sofá de

piel. Representaba a un corpulento presidente McKinley, con el ceño

fruncido como un severo director de escuela, observando a un grupo de

hombres con bigote mientras firmaban el tratado que ponía fin a la guerra

hispano-estadounidense de 1898, todos ellos reunidos en torno a la misma

mesa donde ahora me sentaba. Era una magnífica obra para un museo, pero

no constituía la mejor elección para el que ahora era mi despacho principal;

tomé nota mental de hacerlo reemplazar por algo más contemporáneo.

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