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Una-tierra-prometida (1)

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atestiguasen. Hasta mi madre, una mujer que siempre había ido por libre,

estaba preocupada por mí.

«No sé, Bar —me dijo unas Navidades—. Puedes pasarte la vida entera

trabajando fuera de las instituciones, pero tal vez lograrías más resultados si

intentas cambiarlas desde dentro. Además, y te lo digo por experiencia —

me comentó con una risa triste—, estar sin blanca no tiene ni pizca de

gracia.»

Y así fue como en el otoño de 1988 me fui con mis ambiciones a un lugar

donde tenerlas era algo de lo más normal. Primeros de la clase, delegados

de clase, estudiosos del latín, campeones de los debates estudiantiles... las

personas que conocí en la Escuela de Derecho de Harvard eran por lo

general gente admirable que, a diferencia de mí, habían crecido con la

justificada convicción de que estaban destinados a hacer de su vida algo

importante. Que acabase desenvolviéndome bien en ese lugar lo atribuyo

principalmente a que tenía unos pocos años más que mis compañeros de

clase. Mientras que muchos de ellos se sentían abrumados por la carga de

trabajo, a mí los días que pasaba en la biblioteca —o, mejor aún, en el sofá

de mi piso fuera del campus, mientras en el televisor, sin volumen, tenía

puesto un partido— me parecían un lujo absoluto después de estar tres años

organizando reuniones comunitarias y llamando a las puertas de

desconocidos a la intemperie.

Había una cosa más: resultó que estudiar Derecho no era algo tan

diferente de lo que había hecho durante mis años de solitaria cavilación

sobre asuntos cívicos. ¿Qué principios debían regir la relación entre el

individuo y la sociedad? ¿Hasta dónde llegaban nuestras obligaciones para

con los demás? ¿En qué medida debía el Gobierno regular el mercado?

¿Cómo se producen los cambios sociales? ¿Pueden las normas garantizar

que la voz de cualquier persona sea escuchada?

No me cansaba de eso. Me encantaba el tira y afloja, sobre todo con los

estudiantes más conservadores que, a pesar de nuestros desacuerdos,

parecían apreciar que me tomase sus argumentos en serio. En los debates en

clase no hacía más que levantar la mano, lo que me hizo merecedor de los

gestos de exasperación de mis compañeros. No podía evitarlo; era como si

después de años de haber estado confinado a solas con una extraña

obsesión, por ejemplo, hacer malabares o tragar espadas, de pronto me

encontrase en la escuela circense.

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