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Una-tierra-prometida (1)

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Facilitaba su tarea el hecho de que en ese momento la mayoría de los

miembros del Partido Republicano fueran de distritos o estados sólidamente

republicanos. Su base de votantes, alimentada de una sólida dieta de Fox

News, comentaristas de radio y discursos de Sarah Palin, no estaba de

humor para el compromiso; de hecho, la mayor amenaza para las

perspectivas de reelección de aquellos representantes eran unos

contendientes de primarias que pudieran acusarles de liberales de incógnito.

Rush Limbaugh ya había reprendido a republicanos como McCain por decir

que con las elecciones perdidas, ahora esperaba que yo tuviera éxito.

«¡Ojalá fracase Obama!», tronó el locutor del programa de radio. Todavía a

principios de 2009, la mayor parte de los cargos electos republicanos no

consideraban que fuera muy sabio ser tan franco en público (en privado era

un asunto muy diferente, como nos enteraríamos más adelante). Pero

incluso esos políticos que no compartían los sentimientos de Limbaugh

sabían que, con esa sencilla declaración, había logrado canalizar con

eficacia —y configurar también— las opiniones de un considerable grupo

de votantes.

Muchos importantes donantes conservadores intervinieron también.

Aterrados por una economía que se resquebrajaba y por el impacto que ya

estaba teniendo en los balances de sus miembros, algunas organizaciones

empresariales tradicionales como la Cámara de Comercio se manifestaron

al final a favor de la Ley de Recuperación. Pero llegados a ese punto su

influencia sobre el Partido Republicano ya había sido suplantada por

ideólogos multimillonarios como David y Charles Koch, que llevaban

décadas invirtiendo cientos de millones de dólares sistemáticamente en

construir una red de laboratorios de ideas, organizaciones de activistas,

grupos mediáticos y operativos políticos, todo con el objetivo expreso de

acabar hasta con el último vestigio del estado de bienestar moderno. Para

ellos todos los impuestos eran confiscatorios y allanaban el camino para el

socialismo; todas las regulaciones eran una traición a los principios de libre

mercado y al estilo de vida americano. Veían mi victoria como una amenaza

mortal, por lo que, poco después de mi investidura, organizaron un cónclave

con algunos de los conservadores más ricos de Estados Unidos en un resort

de Indian Wells, California, para planear su estrategia de contraataque. No

querían compromiso ni consenso. Querían guerra. E hicieron saber que

cualquier político republicano que no tuviera estómago suficiente para

enfrentarse a mis políticas en todo momento no solo se vería sin

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