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Una-tierra-prometida (1)

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control del Congreso (aunque no del Senado) mucho después de la elección

de Ronald Reagan y del giro de la nación a la derecha, en parte por la

voluntad de unos líderes republicanos «responsables» de ayudar a que el

Congreso funcionara; la Cámara cambió solo después de que un partido

republicano dirigido por Gingrich llevara al Congreso a una trifulca de

todos contra todos. De un modo semejante los demócratas no impidieron un

Congreso controlado por los republicanos ayudando a que se aprobaran los

recortes de impuestos del presidente Bush o su Plan de Prescripción de

Medicamentos; ganaron de vuelta el Congreso y el Senado cuando

empezaron a retar al presidente y a los líderes republicanos en todos los

asuntos, desde la privatización de la Seguridad Social hasta la gestión de la

guerra de Irak.

Aquellas lecciones no habían pasado desapercibidas para McConnell y

Boehner. Pensaban que cualquier ayuda que ofrecieran a mi Administración

para construir una respuesta sostenida y efectiva del Gobierno a la crisis

solo repercutiría en mi beneficio político y reconocería tácitamente la

bancarrota de su propia retórica antigobierno y antirregulación. Si, por otra

parte, luchaban desde la retaguardia, si generaban controversia y metían

palos en las ruedas, al menos tenían la oportunidad de revitalizar su base y

ralentizarme a mí y a los demócratas en un momento en que sin duda el país

iba a estar impaciente.

Al llevar a cabo su estrategia, los líderes republicanos tenían un par de

cosas a su favor, empezando por el estilo de cobertura de las noticias

moderno. Desde mi época en el Senado, y durante la campaña, había

llegado a conocer a la mayor parte de los periodistas políticos del país, y en

términos generales los encontraba inteligentes, trabajadores, éticos y

comprometidos con los hechos. Al mismo tiempo los conservadores no se

equivocaban al pensar que en su fuero interno la mayor parte de los

periodistas políticos se inclinaban más hacia el lado liberal del espectro.

Aquello parecía convertir a esos periodistas en cómplices poco probables

de los planes de McConnell o Boehner. Pero ya fuera por miedo a parecer

parciales, o porque el conflicto vende, o tal vez porque se lo exigían sus

editores, o porque era la forma más sencilla de enfrentarse a las exigencias

de un ciclo ininterrumpido de veinticuatro horas en internet, la forma en la

que el colectivo afrontaba su trabajo de informar sobre Washington

respondía a un guion tristemente previsible:

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