Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

colaborar con usted, señor presidente —me dijo sin rodeos uno de losmiembros—, lo que intentan es destruirle.»Pensaba que tal vez tenían razón. Pero por diversas razones me parecíaque al menos era importante hacerles una propuesta. Conseguir los dosvotos republicanos que necesitábamos para una mayoría blindada contra elfilibusterismo en el Senado sería mucho más fácil, y lo sabía, si primero nosasegurábamos un apoyo decente de votos republicanos en el Congreso; laseguridad en las cifras era la máxima por la que vivían casi todos lospolíticos de Washington. Los votos republicanos nos proveerían también deuna útil cobertura política para los demócratas que representaban a zonascon tendencias conservadoras del país y que vislumbraban un futuro concampañas de reelección más duras. Y lo cierto es que ya solo el acto denegociar con los republicanos sirvió como una excusa muy práctica paraesquivar algunas de las ideas menos ortodoxas que surgieronocasionalmente en nuestro lado del pasillo («Lo siento, señor congresista,pero legalizar la marihuana no es el tipo de incentivo en el que estamospensando...»).En lo que a mí respecta, contactar con los miembros republicanos no fuesolo mera táctica. Desde mi discurso de la convención en Boston y losúltimos días de mi campaña, había asegurado a gente de todo el país que noestaban tan divididos como daban a entender nuestros políticos y que parahacer cosas importantes teníamos que pasar página a la disputa partidista.¿Y qué mejor vía para hacer un esfuerzo honesto de llegar al otro lado delpasillo que desde una posición de fuerza, y en un momento en que nonecesitábamos necesariamente el apoyo de los republicanos del Congresopara conseguir que se aprobara mi agenda? Pensé que tal vez, con unamente abierta y un poco de humildad, podía tomar a los líderes del PartidoRepublicano por sorpresa, calmar sus sospechas y ayudar a construirrelaciones que permitieran seguir con otros asuntos. Y si, como era lo másprobable, la táctica no funcionaba y los republicanos rechazaban mispropuestas, entonces al menos los votantes sabrían a quién acusar de la faltade funcionamiento de Washington.Para dirigir la Oficina de Asuntos Legislativos habíamos reclutado a unavispado funcionario sénior demócrata del Congreso llamado Phil Schiliro.Era alto y estaba quedándose calvo, tenía una aguda forma de reír queenmascaraba una serena intensidad, y desde el primer día de sesión en elCongreso, Phil fue en busca de compañeros para negociar, llamándome a mí

o a Rahm o a Joe Biden para que ayudáramos a cortejar a algunosmiembros cuando era necesario. Cuando algunos republicanos manifestaronsu interés en más infraestructura, les dijimos que nos pasaran una lista consus prioridades. Cuando otros dijeron que no podían votar por un proyectode ley que incluía fondos para la anticoncepción disfrazados de estímulos,instamos a los demócratas a que los eliminaran. Cuando Eric Cantor sugirióuna modificación razonable a una de nuestras exenciones de impuestos, apesar de que no había posibilidad alguna de que votara por el proyecto deley, le dije a mi equipo que incluyera el cambio, deseando enviar así unaseñal de que cuando hablábamos de sentar a los republicanos en la mesa lodecíamos en serio.Aun así, a medida que pasaban los días la posibilidad de una cooperaciónrepublicana parecía cada vez más un milagro distante. Aquellos queinicialmente habían manifestado su interés en trabajar con nosotros dejaronde devolvernos las llamadas. Miembros republicanos del Comité deAsignaciones del Congreso boicotearon sesiones de la Ley deRecuperación, asegurando que no se les había consultado con seriedad. Losataques republicanos al proyecto de ley en la prensa eran cada vez menoscontenidos. Joe me informó de que Mitch McConnell había estadomanteniendo a la gente a raya, impidiendo a miembros de sus caucus hablarcon la Casa Blanca sobre el paquete de estímulos, y hubo miembrosdemócratas del Congreso que dijeron que habían escuchado lo mismo dealgunos de sus compañeros del Partido Republicano.«No podemos jugar», fue al parecer lo que dijo uno de los republicanos.A pesar del lúgubre panorama, pensé que tal vez tenía una posibilidad depersuadir a algunos miembros en mis visitas a los caucus republicanos delCongreso y el Senado, ambos agendados para el 27 de enero, víspera de lavotación del Congreso. Me di un tiempo extra para preparar mipresentación, para asegurarme de que iba con todos los hechos y datos biensabidos. La mañana antes de los encuentros, Rahm y Phil se reunieronconmigo en el despacho Oval para repasar los argumentos que pensábamosque los republicanos podían encontrar más persuasivos. Estábamos a puntode cargar el convoy rumbo a Capitol Hill cuando Gibbs y Axe entraron enel despacho Oval y me enseñaron un cable de Associated Press que acababade llegar, justo después del encuentro de Boehner con su caucus: «Losrepublicanos del Congreso instan a la oposición al proyecto de ley de losestímulos».

colaborar con usted, señor presidente —me dijo sin rodeos uno de los

miembros—, lo que intentan es destruirle.»

Pensaba que tal vez tenían razón. Pero por diversas razones me parecía

que al menos era importante hacerles una propuesta. Conseguir los dos

votos republicanos que necesitábamos para una mayoría blindada contra el

filibusterismo en el Senado sería mucho más fácil, y lo sabía, si primero nos

asegurábamos un apoyo decente de votos republicanos en el Congreso; la

seguridad en las cifras era la máxima por la que vivían casi todos los

políticos de Washington. Los votos republicanos nos proveerían también de

una útil cobertura política para los demócratas que representaban a zonas

con tendencias conservadoras del país y que vislumbraban un futuro con

campañas de reelección más duras. Y lo cierto es que ya solo el acto de

negociar con los republicanos sirvió como una excusa muy práctica para

esquivar algunas de las ideas menos ortodoxas que surgieron

ocasionalmente en nuestro lado del pasillo («Lo siento, señor congresista,

pero legalizar la marihuana no es el tipo de incentivo en el que estamos

pensando...»).

En lo que a mí respecta, contactar con los miembros republicanos no fue

solo mera táctica. Desde mi discurso de la convención en Boston y los

últimos días de mi campaña, había asegurado a gente de todo el país que no

estaban tan divididos como daban a entender nuestros políticos y que para

hacer cosas importantes teníamos que pasar página a la disputa partidista.

¿Y qué mejor vía para hacer un esfuerzo honesto de llegar al otro lado del

pasillo que desde una posición de fuerza, y en un momento en que no

necesitábamos necesariamente el apoyo de los republicanos del Congreso

para conseguir que se aprobara mi agenda? Pensé que tal vez, con una

mente abierta y un poco de humildad, podía tomar a los líderes del Partido

Republicano por sorpresa, calmar sus sospechas y ayudar a construir

relaciones que permitieran seguir con otros asuntos. Y si, como era lo más

probable, la táctica no funcionaba y los republicanos rechazaban mis

propuestas, entonces al menos los votantes sabrían a quién acusar de la falta

de funcionamiento de Washington.

Para dirigir la Oficina de Asuntos Legislativos habíamos reclutado a un

avispado funcionario sénior demócrata del Congreso llamado Phil Schiliro.

Era alto y estaba quedándose calvo, tenía una aguda forma de reír que

enmascaraba una serena intensidad, y desde el primer día de sesión en el

Congreso, Phil fue en busca de compañeros para negociar, llamándome a mí

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