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Una-tierra-prometida (1)

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algunas de esas quejas se filtraban a la prensa y unos periodistas salían

agitando un puñado de comentarios accidentales como muestra de un

posible signo de disensión en el seno del partido, Rahm o yo hacíamos una

llamada a los más transgresores para explicarles —en términos llanos y a

veces no publicables— por qué unos titulares como «Demócrata clave

acribilla el plan de estímulos de Obama» o «Los demócratas dejan claro que

ellos conservarán el territorio» no eran particularmente beneficiosos para la

causa.

Nuestro mensaje llegó. Hicimos algunas concesiones en los márgenes del

borrador de la ley, apoyando fondos para prioridades del Congreso,

recortando otros de nuestros propios asuntos. Cuando se disipó la polvareda

la ley contenía casi el 90 por ciento de los puntos que nuestro equipo

económico había propuesto originalmente y conseguimos con éxito que el

proyecto de ley estuviera libre de fondos asignados e indignantes

despilfarros de dinero que pudieran desacreditarlo a ojos de la gente.

Solo nos faltaba una cosa: el apoyo republicano.

Desde el principio, ninguno de nosotros había sido particularmente

optimista en conseguir muchos votos republicanos, sobre todo a causa de

los miles de millones que ya se habían gastado en el rescate financiero. La

mayoría de los republicanos del Congreso habían votado en contra del

TARP a pesar de una presión considerable de un presidente de su propio

partido. Aquellos que habían votado a favor tuvieron que enfrentarse a una

crítica fulminante de la derecha, y entre los círculos republicanos era cada

vez más común la creencia de que una de las razones por las que les había

ido tan mal en las lecciones sucesivas era que habían permitido que el

presidente Bush les alejara de sus principios conservadores de pequeño

gobierno.

A pesar de todo, al salir de nuestra reunión inicial en enero con los

líderes del Congreso, le había dicho a mi equipo que redoblaran nuestros

contactos con los republicanos: «No solo por las apariencias —les dije—;

haced un serio esfuerzo».

Aquella decisión exasperó a algunos demócratas, sobre todo en el

Congreso. Después de haber sido minoría durante más de una década, los

demócratas del Congreso se habían quedado completamente fuera del

proceso legislativo. Ahora que tenían el control, no les apetecía demasiado

hacer concesiones a sus antiguos torturadores. Pensaban que estaba

perdiendo el tiempo, que era ingenuo. «A esos republicanos no les interesa

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