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Una-tierra-prometida (1)

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mayordomos y sirvientas. En aquel ambiente nuevo y un tanto extraño, nos

preocupaba que las niñas acabaran siendo demasiado mimadas y

adquirieran malas costumbres, de modo que instauramos la regla (cumplida

con un éxito moderado) de que tenían que limpiar sus habitaciones y

hacerse las camas antes de ir a la escuela por la mañana. Mi suegra, que

odiaba que nadie tuviera que atenderla, pidió a los empleados que le

enseñaran a usar las lavadoras y secadoras para poder hacer su propia

colada. Como yo también sentía cierta vergüenza, trataba de mantener la

sala de los Tratados —que hacía las veces de despacho personal en la

residencia— libre de las pilas de libros, periódicos y porquería que había

caracterizado a todas mis «madrigueras» anteriores.

Poco a poco, gracias a la sólida generosidad y profesionalidad de la

plantilla de la residencia, conseguimos sentirnos cómodos. Acabamos

intimando especialmente con nuestra habitual plantilla de cocineros y

mayordomos, con los que teníamos trato diario. Lo mismo sucedió con mis

ayudas de cámara, todos ellos negros, latinos o asiaticoamericanos, y todos

hombres con excepción de Cris Comerford, una filipinoamericana, que

había sido recientemente destinada al jefe ejecutivo de la Casa Blanca, y

que fue la primera mujer en ocupar ese cargo. Y aunque todos estaban

encantados de tener un buen sueldo, trabajos seguros y beneficios, era

difícil no ver en su constitución racial los vestigios de épocas anteriores, en

las que el rango social tenía límites muy claros y aquellos que ocupaban el

despacho del presidente se sentían más cómodos cuando en su intimidad les

servían personas a las que no consideraban sus iguales, y que por lo tanto

no podían juzgarles.

Los mayordomos más veteranos eran una pareja de hombres negros de

barrigas redondas y con el taimado sentido del humor y la sabiduría que

otorga haber contemplado la historia desde primera fila. Buddy Carter

llevaba por allí desde el final de la presidencia de Nixon, encargándose al

principio de los dignatarios visitantes de la Casa Blair y luego trabajando en

la residencia. Von Everett había llegado en la época de Reagan. Hablaban

de las anteriores familias presidenciales con la discreción apropiada y un

verdadero afecto. Aun sin decir demasiado, no ocultaban cómo se sentían al

tenernos bajo su cuidado. Podía verse en lo pronto que Von empezó a

aceptar los abrazos de Sasha o el placer que le provocaba a Buddy descubrir

a Malia buscando un poco más de helado después de la cena, en el fácil

entendimiento que tuvieron con Marian o en el orgullo de sus miradas

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