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Una-tierra-prometida (1)

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mayordomos disponibles para servir esos almuerzos o cualquier otra cosa

que uno deseara; había operadores de centralita dispuestos a establecer

llamadas a todas las horas y para asegurarse de que nos levantábamos a

tiempo; había ujieres esperando en el pequeño ascensor todas las mañanas

para llevarme al trabajo y seguían allí para saludarme de nuevo cuando

regresaba por la noche; había ingenieros que arreglaban cualquier cosa que

se rompiera; y floristas para que todas las habitaciones estuvieran llenas de

magníficas y variadas flores frescas.

(Merece la pena señalar aquí —solo porque la gente suele sorprenderse

cuando se entera— que la familia del presidente paga de su bolsillo

cualquier nueva pieza de mobiliario, al igual que todo lo que consume,

desde comestibles hasta el papel higiénico o empleados suplementarios para

una cena privada con amigos. El presupuesto de la Casa Blanca tiene unos

fondos reservados para que el nuevo presidente rehaga a su gusto el

despacho Oval, pero aparte de algunos tapizados viejos que hubo que

cambiar en sillas y sofás, me pareció que una recesión histórica no era el

mejor momento para estar mirando retales de tejidos.)

Y para el presidente al menos había un trío de ayudas de cámara de la

Marina, el primero de ellos era una especie de oso con voz suave llamado

Sam Sutton. En nuestra primera jornada completa en la Casa Blanca recorrí

el inmenso armario que conectaba nuestro dormitorio con nuestro cuarto de

baño y encontré cada camisa, traje y par de pantalones que poseía

perfectamente planchado y colgado en filas ordenadas, mis zapatos

brillantes como el barniz, y todos los pares de calcetines o pantalones cortos

doblados y clasificados como si estuvieran sobre el mostrador de una

tienda. Cuando regresaba del despacho Oval por la noche y colgaba mi traje

(¡solo levemente arrugado!) en el armario (un avance significativo sobre mi

práctica habitual de dejarlo colgado en el pomo de la puerta más cercana,

una de las cosas que más irritaba a Michelle), Sam se ponía a mi lado y con

firmeza y amabilidad me explicaba que sería mejor si a partir de entonces le

dejaba hacerse cargo del cuidado de mi ropa (un cambio que no solo

consiguió mejorar mi apariencia general, sino que también ayudó sin duda a

mi matrimonio).

Por supuesto, nada de todo eso era difícil. Aun así, era un poco

desconcertante. Durante la campaña, Michelle y yo nos habíamos

acostumbrado a tener siempre gente alrededor, pero nunca habían ocupado

nuestra casa, y desde luego no estábamos acostumbrados a tener

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