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Una-tierra-prometida (1)

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necesitamos en este momento. Y de ese modo también me resultará más

difícil conseguir su cooperación cuando se trate de las niñas...

Había empezado a responder, pero cerré la boca. Michelle y yo le

habíamos dicho a Gibbs que nuestra máxima prioridad era que la prensa

dejara tranquilas a nuestras hijas cuando estaban fuera. Él sabía que yo no

iba a hacer nada que pusiera eso en peligro. Después de aplacar con éxito

mi rebelión, fue lo bastante sabio para no regodearse; en vez de eso me dio

una palmada en la espalda y se dirigió a su despacho, para dejarme farfullar

a gusto entre dientes. (En su favor hay que decir que la prensa dejó al

margen a Malia y a Sasha durante mi mandato, un gesto de decencia

elemental que aprecio enormemente.)

Mi equipo me tiró un hueso de libertad: me permitieron conservar mi

BlackBerry; o, más bien, me dieron una nueva, un aparato especialmente

modificado y aprobado solo tras varias semanas de negociaciones con el

personal de ciberseguridad. Gracias a él podía enviar y recibir emails,

aunque solo de una lista cerrada de unos veinte contactos, y le habían

quitado el micrófono y los auriculares, para que no funcionaran. Michelle

bromeaba diciendo que mi BlackBerry era como uno de esos teléfonos de

juguete que dan a los bebés para que puedan presionar botones y que hacen

ruidos y tienen luces que se encienden, pero que no sirven para nada en

realidad.

Con esas limitaciones, la mayor parte de mi contacto con el mundo real

dependía de tres jóvenes asistentes que estaban en el despacho externo:

Reggie, que había decidido seguir siendo mi asistente personal; Bryan

Mosteller, un escrupuloso joven de Ohio que organizaba mis compromisos

diarios en el complejo de la Casa Blanca, y Katie Johnson, la sensata

asistente de Plouffe durante la campaña que ahora realizaba el mismo

trabajo para mí. Juntos cumplían la tarea de ser mis guardianes del calabozo

y también mi sistema de apoyo vital, me pasaban llamadas, me agendaban

un corte de pelo, me entregaban informes, hacían que fuera puntual, me

avisaban de los cumpleaños de los miembros del equipo y me daban tarjetas

para que las firmara, me advertían de que me había caído sopa en la

corbata, soportaban mis broncas y chistes malos y en general me mantenían

en funcionamiento a lo largo de jornadas de entre doce y dieciséis horas.

El único habitante del despacho externo de más de treinta y cinco años

era Peter Souza, el fotógrafo de la Casa Blanca. De mediana edad,

compacto y de una complexión morena que reflejaba sus raíces

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