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Una-tierra-prometida (1)

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Y estaba el siempre presente grupo de la prensa que me cubría: un rebaño

de periodistas y fotógrafos a los que había que avisar cada vez que salía del

complejo de la Casa Blanca y que me seguían en una furgoneta provista por

el Gobierno. El arreglo tenía sentido cuando íbamos en viaje oficial, pero

no tardé en descubrir que se aplicaba a todas las circunstancias, cuando

Michelle y yo salíamos a un restaurante o cuando iba al gimnasio o a jugar

al baloncesto o si planeaba ir a alguno de los partidos de fútbol que las

chicas jugaban en un campo cercano. Tal y como Gibbs, mi secretario de

Comunicación, me explicó, la lógica tras todo aquello era que los

movimientos del presidente eran inherentemente noticiables y que la prensa

tenía que estar en la escena por si sucedía algo significativo. Y aun así no

soy capaz de recordar que la furgoneta de prensa tomara de mí una imagen

más relevante que la de mi persona saliendo de un coche con pantalones de

chándal. Tuvo como resultado, eso sí, eliminar hasta los últimos restos de

una privacidad que aún podía tener cuando me aventuraba más allá de las

puertas de la Casa Blanca. Moderadamente enfadado por aquel asunto, le

pregunté a Gibbs la primera semana si podíamos dejar la prensa al margen

cuando salía para asuntos personales.

—Mala idea —dijo Gibbs.

—¿Por qué? Los periodistas que van en esa furgoneta deben saber que es

una pérdida de tiempo.

—Sí, pero sus jefes no lo saben —dijo Gibbs— y recuerda que

prometiste tener la Administración más transparente de toda la historia. Si

haces eso, a la prensa le dará un ataque.

—No me refiero a los asuntos públicos —objeté—, me refiero a salir con

mi mujer. O a que me dé un poco el aire.

Había leído lo suficiente sobre presidentes anteriores como para saber

que Teddy Roosevelt había estado en una ocasión dos semanas de

acampada en Yellowstone, viajando a caballo. Sabía que durante la Gran

Depresión, Franklin Delano Roosevelt se había pasado semanas navegando

por la costa Este hasta una isla cerca de Nueva Escocia. Le recordé a Gibbs

que Harry Truman salía para dar largos paseos matutinos por las calles de

Washington durante su mandato.

—Los tiempos han cambiado, señor presidente —dijo Gibbs con

paciencia—. Mire, es decisión suya, pero le aviso, deshacerse de la prensa

generará una tormenta de mierda que no es precisamente lo que

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