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Una-tierra-prometida (1)

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aquellos individuos desempeñaría un papel clave en la definición de mi

presidencia. Me acostumbré a la cualidad ritual de nuestros encuentros, a la

forma en que entraban en la habitación uno tras otro, todos ellos ofreciendo

la mano y un reconocimiento mudo («señor presidente... señor

vicepresidente...»); la forma en que cuando ya estábamos todos sentados,

Joe y yo y a veces Nancy hacíamos un intento de comentario ligero y nos

considerábamos afortunados si lográbamos una tibia sonrisa de los otros

tres, mientras mi equipo hacía pasar a la prensa para la foto de compromiso.

Una vez que se había marchado la prensa y nos poníamos manos a la obra,

ninguno de los cuatro tenía problemas para mostrar sus cartas o hacer

compromisos firmes, con comentarios frecuentemente sazonados de

recriminaciones apenas veladas a sus colegas, todos ellos unidos por su

deseo común de estar en cualquier otra parte.

Tal vez porque se trataba de nuestro primer encuentro desde las

elecciones, tal vez porque estaban acompañados por sus respectivos

segundos y jefes de grupos parlamentarios, tal vez por la gravedad de lo que

teníamos frente a nosotros, los cuatro de la cumbre manifestaron su mejor

disposición cuando nos reunimos aquel día a principios de enero en la

opulenta sala Lyndon B. Johnson, justo a la salida de la Cámara, junto al

resto de los líderes del Congreso. Me escucharon con estudiada atención

mientras exponía el caso de la Ley de Recuperación. Mencioné que mi

equipo ya se había puesto en contacto con sus equipos para sus aportaciones

al texto legislativo y que agradecíamos cualquier sugerencia para que el

paquete de estímulo fuese más eficaz. Apunté también que esperaba tener

una reunión con cada uno de sus caucus inmediatamente después de mi

investidura para atender a sus futuras preguntas. Pero dada la velocidad a la

que empeoraba la situación, dije, actuar con rapidez era clave:

necesitábamos un proyecto de ley sobre mi mesa no en cien días, sino en

treinta. Concluí diciendo a los que estaban allí reunidos que la historia nos

juzgaría a todos por lo que estábamos haciendo en ese momento y que

esperaba que pudiéramos lograr un tipo de cooperación bipartidista que

restaurara la confianza de un pueblo inquieto y vulnerable.

Si se considera lo que les estaba pidiendo a aquellos líderes del Congreso

—que redujeran lo que normalmente llevaría un año de proceso legislativo

a solo un mes—, la reacción en la sala fue bastante sumisa. Mi viejo amigo

Dick Durbin, jefe de grupo parlamentario en el Senado, hizo una pregunta

acerca de dedicar más dólares del estímulo a infraestructuras. Jim Clyburn,

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