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Una-tierra-prometida (1)

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Para el día de Año Nuevo ya habíamos hecho la mayor parte del trabajo

inicial. Armados con nuestra propuesta y conscientes de que no nos

podíamos permitir trabajar con un horario convencional, Joe Biden y yo

viajamos al Capitolio el 5 de enero —dos semanas antes de mi investidura

— para encontrarnos con el líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid;

con el líder republicano del Senado, Mitch McConnell; con la presidenta de

la Cámara, Nancy Pelosi; con el líder republicano de la Cámara, John

Boehner, y con otros líderes clave del recientemente inaugurado centésimo

décimo primer Congreso, cuyo apoyo íbamos a necesitar para que se

aprobara el proyecto de ley.

De los cuatro líderes clave, al que conocía mejor era a Harry, pero había

tenido varias interacciones con McConnell durante mis pocos años en el

Senado. Bajito, solemne, con un suave acento de Kentucky, McConnell

tenía un aspecto poco común para un líder republicano. No mostraba

ninguna inclinación por socializar, ni por las palmadas en la espalda, ni

tampoco por una retórica entusiasta. Hasta donde se sabía, no tenía amigos

cercanos ni siquiera en su propio caucus; tampoco parecía tener fuertes

convicciones más allá de una oposición casi religiosa a cualquier intento de

reforma de las finanzas electorales. Joe me habló de un desencuentro que

había tenido en el Senado después de que el líder republicano bloqueara un

proyecto de ley que estaba promoviendo; cuando Joe trató de explicarle las

virtudes de este, McConnell alzó la mano como un guardia de tráfico y dijo:

«Debe usted de tener la errónea impresión de que me importa». Pero si a

McConnell le faltaba carisma o interés por las políticas públicas, lo

compensaba con creces con la disciplina, astucia y desvergüenza que

empleaba, todas ellas, en una decidida y desapasionada lucha por el poder.

Harry no lo soportaba.

Boehner era un animal de otra clase, un hombre afable con voz ripiosa

hijo de un camarero de las afueras de Cincinnati. Con su costumbre de

fumar como un carretero y su moreno permanente, su amor por el golf y el

buen Merlot, me resultaba familiar, cortado por el mismo patrón que

muchos de los republicanos a los que había llegado a conocer como

legislador del estado en Springfield; tipos corrientes que no se alejan de la

línea del partido o de los grupos de interés que les mantienen en el poder

pero que tampoco consideran la política como una cuestión de vida o

muerte y que pueden llegar a apoyarte si no supone para ellos un coste

político muy alto. Por desgracia, esas mismas cualidades humanas le daban

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