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Una-tierra-prometida (1)

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requería de sesenta votos en el Senado, o como se solía llamar, una

«supermayoría». Cuando fui elegido presidente, la dilación estaba ya tan

integrada en el proceder habitual del Senado —donde era considerada una

práctica esencial y de larga tradición—, que nadie se molestaba en plantear

la posibilidad de reformarla o suprimirla.

Y por ese motivo —a pesar de acabar de ganar unas elecciones por un

margen electoral abrumador y con el apoyo de la mayoría en el Congreso

más grande en muchos años— aún no podía cambiar el nombre a una

estación de correos, muchos menos conseguir que se aprobara un paquete

de estímulos, sin conseguir ganar para la causa unos cuantos votos

republicanos.

¿Cuánto podría costar?

Una iniciativa importante de la Casa Blanca puede llevar meses de

preparación. Hay multitud de encuentros que implican a varios agentes y tal

vez a cientos de empleados. Son necesarias exhaustivas consultas con las

partes interesadas. El equipo de comunicaciones de la Casa Blanca se

encarga de coreografiar una campaña firmemente dirigida para venderle la

idea a la gente, y la maquinaria de todo el poder ejecutivo se alinea para

convencer a presidentes de comités clave y a congresistas de alto rango.

Todo eso sucede mucho antes de que se haga un borrador de la legislación y

se presente.

No teníamos tiempo para nada de eso. Es más, antes incluso de que

asumiera el cargo, mi equipo económico todavía no oficial trabajó en

muchos casos de manera gratuita y sin descanso durante las vacaciones para

complementar los elementos clave de lo que se convertiría en «la Ley de

Reinversión y Recuperación de Estados Unidos» (al parecer «paquete de

estímulos» no le sonaría bien a la gente).

Proponíamos que cerca de ochocientos mil millones de dólares se

dividieran en tres baldes de un tamaño aproximado. En el primero estarían

los gastos de emergencia como seguros suplementarios por desempleo y

ayudas directas a los estados para reducir los despidos en masa de

profesores, agentes de policía y otros trabajadores públicos. En el segundo,

los recortes de impuestos de la clase media, al igual que variadas

exenciones tributarias que incentivaban con fuerza a las compañías para

invertir en nuevas plantas de producción o equipamiento lo antes posible.

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