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Una-tierra-prometida (1)

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Esa vez no respondí nada, me limité a admirar aquella habilidad

esporádica, casi adorable para enunciar lo evidente. A pesar de que así

fuera, no podía permitirme el lujo de pensar tan lejos. Tenía que centrarme

en otro problema político más inmediato.

Había que conseguir que la ley de estímulo fuera aceptada por el

Congreso de inmediato; pero el Congreso no funcionaba demasiado bien.

Antes de que fuera elegido y también durante mi mandato, había en

Washington una nostalgia generalizada por una era pasada de cooperación

bipartidista en Capitol Hill. Y lo cierto es que durante buena parte de la era

posterior a la Segunda Guerra Mundial, las líneas que separaban a los

partidos políticos estadounidenses habían sido más fluidas.

Hacia la década de 1950 la mayor parte de los republicanos se habían

acomodado a las regulaciones sanitarias y laborales del New Deal y tanto

en el Noreste como en el Medio Oeste una gran cantidad de republicanos

tendían al extremo liberal del espectro cuando se trataba de asuntos como la

conservación de la vida o los derechos civiles. Los sureños, por su parte,

constituían uno de los bloques más poderosos del Partido Demócrata, que

combinaba un conservadurismo cultural bien enraizado y una terca

negación a la hora de reconocer los derechos de los afroamericanos, que

suponían una buena parte de su electorado. Con una hegemonía económica

estadounidense incuestionada a nivel global, una política exterior definida

por el miedo unificador a la amenaza del comunismo, y una política social

marcada por la confianza bipartidista de que las mujeres y la gente de color

sabían cuál era su lugar, tanto republicanos como demócratas se sentían

libres de cruzar las líneas de sus partidos cuando lo requería la aprobación

de alguna ley. Respetaban las cortesías acostumbradas cuando llegaba el

momento de plantear enmiendas y votar nominaciones a cargos públicos,

además de mantener los ataques partidistas y las tácticas sucias dentro de

unos límites tolerables.

La historia de la ruptura de ese consenso de posguerra —comenzando

con la firma de Lyndon B. Johnson del Acta de Derechos Civiles de 1964 y

su predicción de que eso llevaría al abandono generalizado en el sur del

Partido Demócrata— se ha contado muchas veces. Ese realineamiento que

previó Johnson acabó llevando más tiempo del que él había esperado. Pero

con firmeza, y año tras año —tras Vietnam, los disturbios, el feminismo y la

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