Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

mano sobre el proverbial cuchillo ensangrentado. Y sabía que, para unaposterior estabilización del sistema financiero, lo más probable era quetuviese que hacer más de lo mismo. (Ya estaba teniendo que retorcer elbrazo a algunos senadores demócratas para que votaran a favor de laliberación de otros 350.000 millones de los fondos del TARP.) Cuando losvotantes vieran que la situación empeoraba, algo que tanto Larry comoChristy daban por descontado, mi popularidad —junto con la de todos losdemócratas que ahora controlaban el Congreso— caería en picado.A pesar de la agitación de los meses previos, a pesar de los terriblestitulares de principios de 2009, nadie —ni el público, ni el Congreso, ni laprensa, ni siquiera (como descubrí muy pronto) los expertos— comprendíade verdad lo mal que muy pronto se iba a poner todo. Los datos con los quecontaba el Gobierno en ese momento mostraban una severa recesión, perono un cataclismo. Los analistas de primera línea predecían que la tasa dedesempleo podía llegar hasta el 8 o el 9 por ciento, ni siquiera seimaginaban que pudiera llegar al 10 por ciento que alcanzó en un momentodado. Algunas semanas después de las elecciones, 387 economistas,liberales en su mayoría, enviaron una carta al Congreso pidiendo un robustoestímulo keynesiano poniendo el techo de gasto entre 300 y 400 milmillones, más o menos la mitad de lo que nosotros estábamos a punto deproponer, lo que fue un buen indicador de cómo veían la economía losexpertos más alarmistas. Como lo describió Axelrod, íbamos a pedirle alpueblo estadounidense que se gastara casi un billón de dólares en sacos dearena para contener un huracán único en su generación que solo nosotrossabíamos que iba a venir. Y cuando se acabara el dinero, no importaba loefectivos que resultaran ser los sacos de arena, de todas formas un montónde gente acabaría afectada por la inundación.—Cuando las cosas van mal —dijo Axe caminando a mi lado al salir denuestro encuentro de diciembre— a nadie le importa que hubiesen podido irpeor.—Tienes razón —concedí.—Tenemos que moderar las expectativas de todos —dijo—. Pero siasustamos demasiado a los mercados o a la gente, solo conseguiremosañadir más pánico y hacer más daño a la economía.—También tienes razón —respondí.Axe negó con la cabeza abatido y dijo:—Las próximas elecciones de medio de mandato van a ser terribles.

Esa vez no respondí nada, me limité a admirar aquella habilidadesporádica, casi adorable para enunciar lo evidente. A pesar de que asífuera, no podía permitirme el lujo de pensar tan lejos. Tenía que centrarmeen otro problema político más inmediato.Había que conseguir que la ley de estímulo fuera aceptada por elCongreso de inmediato; pero el Congreso no funcionaba demasiado bien.Antes de que fuera elegido y también durante mi mandato, había enWashington una nostalgia generalizada por una era pasada de cooperaciónbipartidista en Capitol Hill. Y lo cierto es que durante buena parte de la eraposterior a la Segunda Guerra Mundial, las líneas que separaban a lospartidos políticos estadounidenses habían sido más fluidas.Hacia la década de 1950 la mayor parte de los republicanos se habíanacomodado a las regulaciones sanitarias y laborales del New Deal y tantoen el Noreste como en el Medio Oeste una gran cantidad de republicanostendían al extremo liberal del espectro cuando se trataba de asuntos como laconservación de la vida o los derechos civiles. Los sureños, por su parte,constituían uno de los bloques más poderosos del Partido Demócrata, quecombinaba un conservadurismo cultural bien enraizado y una tercanegación a la hora de reconocer los derechos de los afroamericanos, quesuponían una buena parte de su electorado. Con una hegemonía económicaestadounidense incuestionada a nivel global, una política exterior definidapor el miedo unificador a la amenaza del comunismo, y una política socialmarcada por la confianza bipartidista de que las mujeres y la gente de colorsabían cuál era su lugar, tanto republicanos como demócratas se sentíanlibres de cruzar las líneas de sus partidos cuando lo requería la aprobaciónde alguna ley. Respetaban las cortesías acostumbradas cuando llegaba elmomento de plantear enmiendas y votar nominaciones a cargos públicos,además de mantener los ataques partidistas y las tácticas sucias dentro deunos límites tolerables.La historia de la ruptura de ese consenso de posguerra —comenzandocon la firma de Lyndon B. Johnson del Acta de Derechos Civiles de 1964 ysu predicción de que eso llevaría al abandono generalizado en el sur delPartido Demócrata— se ha contado muchas veces. Ese realineamiento queprevió Johnson acabó llevando más tiempo del que él había esperado. Perocon firmeza, y año tras año —tras Vietnam, los disturbios, el feminismo y la

mano sobre el proverbial cuchillo ensangrentado. Y sabía que, para una

posterior estabilización del sistema financiero, lo más probable era que

tuviese que hacer más de lo mismo. (Ya estaba teniendo que retorcer el

brazo a algunos senadores demócratas para que votaran a favor de la

liberación de otros 350.000 millones de los fondos del TARP.) Cuando los

votantes vieran que la situación empeoraba, algo que tanto Larry como

Christy daban por descontado, mi popularidad —junto con la de todos los

demócratas que ahora controlaban el Congreso— caería en picado.

A pesar de la agitación de los meses previos, a pesar de los terribles

titulares de principios de 2009, nadie —ni el público, ni el Congreso, ni la

prensa, ni siquiera (como descubrí muy pronto) los expertos— comprendía

de verdad lo mal que muy pronto se iba a poner todo. Los datos con los que

contaba el Gobierno en ese momento mostraban una severa recesión, pero

no un cataclismo. Los analistas de primera línea predecían que la tasa de

desempleo podía llegar hasta el 8 o el 9 por ciento, ni siquiera se

imaginaban que pudiera llegar al 10 por ciento que alcanzó en un momento

dado. Algunas semanas después de las elecciones, 387 economistas,

liberales en su mayoría, enviaron una carta al Congreso pidiendo un robusto

estímulo keynesiano poniendo el techo de gasto entre 300 y 400 mil

millones, más o menos la mitad de lo que nosotros estábamos a punto de

proponer, lo que fue un buen indicador de cómo veían la economía los

expertos más alarmistas. Como lo describió Axelrod, íbamos a pedirle al

pueblo estadounidense que se gastara casi un billón de dólares en sacos de

arena para contener un huracán único en su generación que solo nosotros

sabíamos que iba a venir. Y cuando se acabara el dinero, no importaba lo

efectivos que resultaran ser los sacos de arena, de todas formas un montón

de gente acabaría afectada por la inundación.

—Cuando las cosas van mal —dijo Axe caminando a mi lado al salir de

nuestro encuentro de diciembre— a nadie le importa que hubiesen podido ir

peor.

—Tienes razón —concedí.

—Tenemos que moderar las expectativas de todos —dijo—. Pero si

asustamos demasiado a los mercados o a la gente, solo conseguiremos

añadir más pánico y hacer más daño a la economía.

—También tienes razón —respondí.

Axe negó con la cabeza abatido y dijo:

—Las próximas elecciones de medio de mandato van a ser terribles.

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