Una-tierra-prometida (1)
pared, un Cézanne en otra, saqué algunos libros de la estantería, examinélos pequeños bustos, artefactos y retratos de personas a las que no reconocí.Mi mente regresó a la primera vez que vi la Casa Blanca, unos treintaaños antes, cuando acompañé como joven trabajador comunitario a ungrupo de estudiantes a Washington para que presionaran a su congresistapor un proyecto de ley para aumentar las ayudas a los estudiantes. Nuestrogrupo se mantuvo al otro lado de las puertas que dan a la PennsylvaniaAvenue, tonteando y sacando fotos con cámaras desechables. Recuerdohaber mirado fijamente las ventanas del segundo piso y preguntarme si enaquel momento exacto habría alguien mirando hacia abajo, hacia dondeestábamos nosotros. Intenté imaginar qué pensarían. ¿Echaban de menos elritmo de la vida ordinaria? ¿Estaban aislados? ¿Sentían a veces un vuelcoen el corazón y se preguntaban cómo habían terminado en el lugar en el queestaban?Pensé que no iba a tardar en tener una respuesta. Me quité la corbata,crucé lentamente el pasillo y apagué las luces que quedaban encendidas.
11No importa lo que te digas a ti mismo, ni lo mucho que hayas leído, ni lacantidad de informes que hayas recibido, ni los veteranos a los que hayasconseguido reclutar de las administraciones previas, no hay nada que teprepare para las primeras semanas en la Casa Blanca. Todo es desconocido,nuevo, todo está cargado de trascendencia. Faltan semanas y a veces mesespara que se confirmen la inmensa mayoría de los cargos importantes,incluidos los miembros del gobierno. Por todo el complejo de la CasaBlanca puedes ver a empleados sacando las acreditaciones necesarias,preguntando dónde aparcar, aprendiendo a usar los teléfonos, buscando ellavabo y llevando cajas a los estrechos laberintos de las oficinas del AlaOeste o a las habitaciones más espaciosas del cercano edificio Eisenhower,todos fingiendo que no están sobrepasados. Es como el primer día en launiversidad, solo que la inmensa mayoría son personas de mediana edad,con traje de oficina, a cargo de la nación más poderosa del mundo.Yo no tuve que preocuparme del traslado, pero mis jornadas parecíanenvueltas por un torbellino. Tras haber presenciado los muchos tropezonesque tuvo Bill Clinton durante sus dos primeros años en el cargo, Rahm teníaintención de aprovechar nuestro periodo de luna de miel poselectoral paradejar listas algunas cosas.«Confía en mí —dijo—. La presidencia es como un coche nuevo.Comienza a devaluarse en el mismo instante en que lo sacas delconcesionario.»Para generar un empuje inicial yo había dado instrucciones a nuestroequipo de transición para que localizara las promesas de campaña que podíacumplir con un simple chasqueo de dedos. Firmé una orden ejecutiva queprohibía la tortura e inicié lo que se suponía que iba a ser un proceso de unaño para cerrar el centro militar de detención de la Bahía de Guantánamo,en Cuba. Instituimos algunas de las normas éticas más duras de toda lahistoria de la Casa Blanca, entre las que se incluían severas restricciones a
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No importa lo que te digas a ti mismo, ni lo mucho que hayas leído, ni la
cantidad de informes que hayas recibido, ni los veteranos a los que hayas
conseguido reclutar de las administraciones previas, no hay nada que te
prepare para las primeras semanas en la Casa Blanca. Todo es desconocido,
nuevo, todo está cargado de trascendencia. Faltan semanas y a veces meses
para que se confirmen la inmensa mayoría de los cargos importantes,
incluidos los miembros del gobierno. Por todo el complejo de la Casa
Blanca puedes ver a empleados sacando las acreditaciones necesarias,
preguntando dónde aparcar, aprendiendo a usar los teléfonos, buscando el
lavabo y llevando cajas a los estrechos laberintos de las oficinas del Ala
Oeste o a las habitaciones más espaciosas del cercano edificio Eisenhower,
todos fingiendo que no están sobrepasados. Es como el primer día en la
universidad, solo que la inmensa mayoría son personas de mediana edad,
con traje de oficina, a cargo de la nación más poderosa del mundo.
Yo no tuve que preocuparme del traslado, pero mis jornadas parecían
envueltas por un torbellino. Tras haber presenciado los muchos tropezones
que tuvo Bill Clinton durante sus dos primeros años en el cargo, Rahm tenía
intención de aprovechar nuestro periodo de luna de miel poselectoral para
dejar listas algunas cosas.
«Confía en mí —dijo—. La presidencia es como un coche nuevo.
Comienza a devaluarse en el mismo instante en que lo sacas del
concesionario.»
Para generar un empuje inicial yo había dado instrucciones a nuestro
equipo de transición para que localizara las promesas de campaña que podía
cumplir con un simple chasqueo de dedos. Firmé una orden ejecutiva que
prohibía la tortura e inicié lo que se suponía que iba a ser un proceso de un
año para cerrar el centro militar de detención de la Bahía de Guantánamo,
en Cuba. Instituimos algunas de las normas éticas más duras de toda la
historia de la Casa Blanca, entre las que se incluían severas restricciones a