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Una-tierra-prometida (1)

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sus participantes: los marines, los mariachis, los astronautas, los aviadores

de Tuskegee y en especial las orquestas de secundaria de cada estado de la

Unión (incluyendo la banda de música de mi alma máter de Punahou;

¡vamos, amarillos y azules!).

El día solo tuvo una nota triste. Después del tradicional almuerzo que

sigue a la investidura en el Capitolio, entre los varios brindis y

presentaciones de nuestros anfitriones congresistas, Teddy Kennedy, al que

recientemente habían operado de un tumor cerebral, se desplomó por una

repentina y violenta convulsión. La habitación quedó en silencio hasta que

llegaron los paramédicos. La esposa de Teddy, Vicki los siguió cuando lo

trasladaron, mientras los demás nos preguntábamos cuál sería su suerte, sin

que nadie imaginara las consecuencias políticas que finalmente iba a

desatar aquel episodio.

Michelle y yo asistimos a un total de diez galas de investidura aquella

noche. Ella era como una visión color chocolate en su flotante vestido de

gala blanco, y en nuestra primera parada la rodeé con los brazos y murmuré

tonterías al oído mientras bailábamos una maravillosa versión de At last

interpretada por Beyoncé. En la gala del Comandante en Jefe nos

separamos para bailar con dos jóvenes de nuestras fuerzas armadas

encantadores y comprensiblemente nerviosos.

Tendría que hacer verdaderos esfuerzos para recordar las otras ocho.

Para cuando regresamos a la Casa Blanca era bien pasada la medianoche.

Una fiesta para nuestra propia familia y amigos más cercanos seguía a toda

marcha en la sala Este, con un concierto del Wynton Marsalis Quintet que

no mostraba señales de amainar. Doce horas con tacones altos estaban

pasando factura a los pies de Michelle, y como a la mañana siguiente tenía

que despertarse una hora antes que yo para que la peinaran para otro

servicio religioso, le ofrecí quedarme y entretener a los invitados mientras

ella se iba a la cama.

Cuando subí, quedaban pocas luces encendidas. Michelle y las niñas

dormían, y apenas se oía el ruido del personal nocturno que recogía los

platos, desmontaba las mesas y movían las sillas más abajo. Me di cuenta

de que no había estado solo en todo el día. Me quedé un momento de pie

allí mirando arriba y abajo el enorme hall central sin saber hacia dónde se

dirigían exactamente cada una de las muchas puertas, contemplé los

candelabros de cristal y el piano de media cola, descubrí un Monet en una

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