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Una-tierra-prometida (1)

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Ted Sorensen, amigo, confidente y jefe del grupo de redactores de discursos

de John F. Kennedy, había sido uno de mis primeros simpatizantes. Cuando

nos conocimos tenía casi ochenta años, pero se mantenía lúcido, con una

aguda inteligencia. Incluso hacía viajes por mí, era un suplente de campaña

convincente, aunque un poco difícil de complacer. (En una ocasión,

mientras nuestra comitiva avanzaba a gran velocidad por la autopista

durante una tormenta en Iowa, se inclinó y le gritó al agente detrás del

volante: «Hijo, estoy medio ciego, ¡pero hasta yo puedo ver que estás

demasiado cerca de ese coche!».) Ted también se había convertido en el

favorito de mi joven equipo de redactores de discursos, les daba generosos

consejos y en ocasiones les había comentado algún borrador suyo. Como

había coescrito el discurso inaugural de Kennedy («No preguntes lo que tu

país puede hacer por ti...»), en una ocasión le preguntaron cuál había sido el

secreto para escribir uno de los cuatro o cinco mejores discursos de la

historia de Estados Unidos. Muy fácil, contestó él, siempre que Kennedy y

él se sentaba a escribir, se decían a sí mismos: «Vamos a hacerlo lo bastante

bien como para que algún día forme parte del libro de los mejores

discursos».

No sé si Ted trataba de motivar a mi equipo o solo de confundirlo.

Lo que sí sé es que mi propio discurso no estuvo a la altura del de

Kennedy. Durante los días siguientes, recibió mucha menos atención que

los cálculos de la afluencia, la inclemencia del frío, el sombrero de Aretha

Franklin, y el pequeño fallo técnico durante el juramento entre el presidente

del Tribunal Supremo de Justicia, John Roberts, y yo, por lo que tuvimos

que reunirnos en la sala de Mapas de la Casa Blanca al día siguiente para

rehacerlo. Algunos analistas consideraron el discurso innecesariamente

sombrío. A otros les pareció ver una crítica inapropiada a la Administración

anterior.

Aun así, cuando terminé me sentí satisfecho porque había hablado con

honestidad y convicción. También me sentí aliviado de que la nota que

debía usar en caso de un incidente terrorista siguiera en el bolsillo junto a

mi pecho.

Cuando el evento principal quedó atrás, me permití relajarme y

sumergirme en el espectáculo. Me conmovió la imagen de los Bush

subiendo las escaleras del helicóptero y dándose la vuelta para saludar por

última vez. Me sentí orgulloso sosteniendo la mano de Michelle mientras

caminábamos una parte del trayecto del desfile. Me divirtieron algunos de

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