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Una-tierra-prometida (1)

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Habíamos hecho bien en marcharnos antes. Las calles estaban

abarrotadas de gente, y cuando llegamos al Capitolio llevábamos varios

minutos de retraso. Junto a los Bush nos abrimos paso hasta la oficina del

presidente de la Cámara, donde hubo más apretones de manos, fotos e

instrucciones antes de que los participantes e invitados —incluidas las niñas

y el resto de la familia— empezaran a alinearse para la procesión. A

Michelle y a mí nos mostraron la Biblia que habíamos pedido prestada a la

Librería del Congreso para mi juramento, un pequeño y grueso ejemplar

forrado en terciopelo borgoña con el lomo dorado, la misma Biblia que

había usado Lincoln para su juramento. Entonces a Michelle le llegó el

turno de marcharse, dejándonos a Marvin, Reggie y a mí solos por un

instante en la sala de espera, como en los viejos tiempos.

—¿Tengo algo en los dientes? —pregunté exagerando una sonrisa.

—Estás bien —me contestó Marvin.

—Hace mucho frío afuera —dije—. Igual que en Springfield.

—Bueno, hay un poco más de gente —dijo Reggie.

Un asistente militar metió la cabeza en la sala y dijo que había llegado el

momento. Choqué los puños con Reggie y Marvin, y seguí la comitiva del

Congreso por los largos pasillos, atravesamos la rotonda del Capitolio y el

Salón Nacional de las Estatuas, dejamos atrás las filas de simpatizantes que

se alineaban contra las paredes, una hilera de guardias de honor que hacían

el saludo a cada paso, hasta que finalmente llegué a las puertas de cristal

que se abrían hacia la plataforma de investidura. La escena que se veía al

otro lado era impresionante. La multitud cubría por completo la Explanada

en un continuo sin fisuras, y seguía mucho más allá del monumento a

Washington hasta el monumento a Lincoln, con lo que debían ser cientos de

miles de banderines que brillaban bajo el sol del mediodía como la

superficie del mar. Por un instante, antes de que sonaran las trompetas

anunciándome, cerré los ojos y repetí la oración que me había llevado hasta

allí y que seguiría repitiendo cada una de las noches en que fui presidente.

Una oración en la que daba las gracias por todo lo que se me había dado.

Una oración en la que pedía que se perdonaran mis pecados. Una oración en

la que pedía que mi familia y el pueblo estadounidense se mantuvieran a

salvo del peligro.

Una oración para que Dios me guiara.

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