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Una-tierra-prometida (1)

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antes de lo previsto, nuestro equipo sugirió que nos marcháramos temprano

al Capitolio considerando lo que describieron como una afluencia masiva.

Nos subimos a los coches en parejas: primero los líderes del Congreso y del

Senado, luego Jill Biden y la señora Cheney, Michelle y la señora Bush, Joe

Biden y el vicepresidente Cheney, y el presidente Bush y yo cerrando la

comitiva. Parecía que estábamos subiéndonos al arca de Noé.

Era la primera vez que me subía a la Bestia, la enorme limusina asignada

al presidente. Reforzada para resistir la explosión de una bomba, pesa varias

toneladas, tiene lujosos asientos de cuero negro y el sello presidencial

cosido a un panel de cuero encima del teléfono y del reposabrazos. Cuando

se cierra, las puertas de la Bestia se sellan y no dejan pasar ningún sonido.

Mientras nuestra comitiva avanzaba lentamente por la Pennsylvania Avenue

y charlaba de trivialidades con el presidente Bush, pude ver por las ventanas

blindadas la cantidad de personas que todavía iban camino a la Explanada

Nacional o que ya habían tomado asiento en el recorrido del desfile. La

mayoría parecía de un humor alegre, vitoreaban y saludaban cuando veían

pasar la comitiva. Pero cuando giramos en una esquina hacia el último

tramo del recorrido, nos topamos con un grupo de manifestantes con

megáfonos que alzaban carteles que decían «Condena a Bush» y «Criminal

de guerra».

No sé si el presidente los vio; estaba demasiado entusiasmado con una

descripción sobre cómo se limpiaba la maleza en su rancho en Crawford,

Texas, adonde se iba a marchar en cuanto acabara la ceremonia. Pero me

sentí silenciosamente molesto con ellos en su nombre. Me pareció

innecesario y fuera de lugar protestar contra un hombre en la última hora de

su presidencia. En líneas generales, me preocupaba lo que aquellas

protestas de último minuto mostraban sobre las divisiones que agitaban a

todo el país, y el debilitamiento de las barreras de decoro que alguna vez

habían regulado la política.

Supongo que había cierto rastro de egoísmo en mis sentimientos. En

pocas horas estaría viajando solo en el asiento trasero de la Bestia. Calculé

que no iba a pasar mucho tiempo antes de que esos megáfonos y carteles se

dirigieran a mí. Y eso también iba a formar parte de mi trabajo: encontrar la

manera de no tomarme aquellos ataques de forma personal, pero sin evitar

caer en la tentación de aislarme de los gritos al otro lado del cristal, como

tal vez había hecho mi predecesor con demasiada frecuencia.

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