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Una-tierra-prometida (1)

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las instrucciones de la Oficina Militar de la Casa Blanca sobre el «balón»;

el pequeño maletín revestido de cuero que acompaña al presidente todo el

tiempo y que contiene los códigos necesarios para autorizar un ataque

nuclear. Uno de los asistentes militares responsables de llevar el balón me

explicó los protocolos con la misma calma y meticulosidad con la que

alguien podría describir cómo programar una grabadora. El subtexto era

evidente.

Pronto se me iba a otorgar la autoridad para hacer explotar el mundo.

La noche anterior, Michael Chertoff, secretario de Seguridad Nacional de

la Administración Bush, había llamado para informarnos de que servicios

de inteligencia fiables habían detectado que cuatro ciudadanos somalíes

planeaban un ataque terrorista en la ceremonia de investidura. Debido a eso,

se iba a reforzar el ya de por sí descomunal despliegue de seguridad en la

Explanada Nacional. Los sospechosos —unos hombres jóvenes de quienes

se creía iban a pasar por la frontera de Canadá— todavía andaban sueltos.

Nadie dudaba de que íbamos a continuar con los eventos de las jornadas

siguientes, pero para estar seguros, repasamos varias intervenciones con

Chertoff y su equipo, y luego asigné a Axe para que redactara las

instrucciones de evacuación que yo debía dar a la muchedumbre en caso de

que sucediera un ataque mientras me encontraba en el escenario.

El reverendo Jakes concluyó su sermón. La última canción del coro llenó

la iglesia. A excepción de un puñado de miembros del equipo, nadie más

sabía de la amenaza terrorista. Ni siquiera se lo había dicho a Michelle, no

quería sumar más estrés a la jornada. Nadie pensaba en una guerra nuclear

ni en ataques terroristas. Nadie excepto yo. Mientras repasaba a la gente

sentada en los bancos —amigos, miembros de la familia, colegas, algunos

me llamaban la atención y me sonreían emocionados— me di cuenta de que

a partir de ese momento todo aquello formaba parte de mi trabajo:

conservar una actitud de normalidad, defender frente a todos la ficción de

que vivimos en un mundo seguro y ordenado, mientras contemplaba

fijamente el oscuro agujero de posibilidades y me preparaba lo mejor que

podía para la alternativa de que cualquier día, en cualquier instante, el caos

se abriera paso.

A las 9.45 llegamos al Pórtico Norte de la Casa Blanca, el presidente y la

señora Bush nos recibieron y acompañaron adentro, donde los Biden, el

vicepresidente Cheney y su familia, y los líderes del Congreso junto a sus

esposas, se habían reunido para una pequeña recepción. Quince minutos

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