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Una-tierra-prometida (1)

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los políticos o las instituciones que habían fallado a tanta gente. Tal vez lo

que hacía falta era una inyección de energía, aunque fuera efímera: una

historia de cariz feliz sobre quiénes éramos los estadounidenses y quiénes

podíamos llegar a ser, el tipo de subidón que aporta el ímpetu necesario

para atravesar la parte más dura del trayecto.

Siento que eso fue lo que pasó. Una decisión tácita y colectiva de que al

menos durante algunas semanas el país se tomaría un bien merecido

descanso de tanto cinismo.

Llegó el día de la investidura, luminoso, ventoso y frío. Como sabía que los

eventos habían sido organizados con una precisión militar, y como tiendo a

vivir mi vida unos quince minutos por detrás de la agenda, me puse dos

alarmas para asegurarme de que me iba levantar a tiempo. Una carrera en la

cinta, el desayuno, la ducha y el afeitado, varios intentos antes de conseguir

que el nudo de la corbata quedara aceptable, y a las 8.45, Michelle y yo

estábamos haciendo el traslado de dos minutos en coche desde la Casa Blair

hasta la iglesia episcopal de Saint John, adonde habíamos invitado a un

amigo, el pastor T.D. Jakes de Dallas, para que dirigiera un servicio

privado.

En el sermón de aquella mañana, el reverendo Jakes recurrió al libro de

Daniel en el Antiguo Testamento, en el que se describe cómo Ananías,

Misael y Azarías, fieles a Dios a pesar de trabajar en la corte, se niegan a

arrodillarse ante el ídolo de oro que había mandado construir

Nabucodonosor; los tres fueron arrojados a un horno en llamas, pero gracias

a su lealtad, Dios les protegió y ayudó a salir ilesos.

Al asumir la presidencia en tiempos turbulentos, explicó el reverendo

Jakes, yo también estaba siendo arrojado a las llamas. Las llamas de la

guerra. Las llamas de la crisis económica. Pero mientras me mantuviera fiel

a Dios e hiciera lo correcto, yo tampoco debía sentir miedo.

El pastor habló con su imponente voz de barítono, su ancho y oscuro

rostro sonriéndome desde el púlpito. «Dios está contigo —dijo—, dentro

del horno.»

Algunas personas en la iglesia comenzaron a aplaudir y le sonreí

acusando recibo de sus palabras. Pero mis pensamientos se iban a la noche

anterior, cuando después de cenar me disculpé con mi familia, subí la

escalera a una de las tantas habitaciones superiores de la Casa Blair, y recibí

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