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Una-tierra-prometida (1)

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sonrisas en la distancia, algunos estaban de pie en los andenes, otros

apretujados contra las vallas, muchos levantaban carteles hechos en casa

con mensajes del tipo «Abuelas con Obama» o «Creemos en ti» o «Lo

conseguimos», o alzando a sus niños y animándolos a que me saludaran.

Escenas como esas se repitieron durante los dos días siguientes. En una

visita al centro médico Militar Walter Reed, conocí a un joven marine

mutilado que me hizo el saludo desde la cama y dijo que me había votado a

pesar de ser republicano, y que se sentía orgulloso de llamarme comandante

en jefe. En un albergue para personas sin hogar al sudeste de Washington,

un adolescente con pinta de duro me rodeó en un fuerte abrazo sin decir ni

una palabra. En la Casa Blair, sonreí al ver cómo le servían la cena en la

misma vajilla de porcelana que usaban para primeros ministros y reyes a la

madrastra de mi padre, Mama Sarah, que había viajado desde su pequeña

aldea rural al noroeste de Kenia para la investidura, una mujer que no había

recibido ninguna educación formal y cuya casa tenía un techo de chapa, sin

agua corriente ni cañerías.

¿Cómo no emocionarse? ¿Cómo no pensar que había algo de verdad en

todo aquello, algo que podía durar?

Meses más tarde, cuando realmente se comprendió la magnitud del

desastre económico y el estado de ánimo general se volvió más pesimista, el

equipo y yo nos preguntamos si podríamos haber hecho algo más —en

materia de política y gestión pública— para aplacar aquel subidón

poselectoral colectivo y preparar al país para las dificultades que nos

aguardaban. No era que no lo hubiéramos intentado. Cuando echo la vista

atrás y leo las entrevistas que di justo antes de asumir el cargo, me

sorprende lo moderado que era; insistía en que la economía iba a empeorar

antes de empezar a mejorar, recordaba a la gente que la reforma de la

sanidad pública no se podía hacer de la noche a la mañana, y que no había

soluciones simples para lugares como Afganistán. Lo mismo podría decirse

de mi discurso de investidura: intenté trazar una imagen franca de nuestras

circunstancias, despojándola un poco de la retórica idealista para favorecer

una llamada a la responsabilidad y al esfuerzo común frente a los enormes

desafíos que nos aguardaban.

Está todo ahí, por escrito, un diagnóstico bastante preciso de cómo iban a

ser los años siguientes. Aunque tal vez fue mejor que la gente no oyera

aquellas advertencias. Después de todo, no costaba nada encontrar motivos

para sentirse temeroso y enfadado a principios de 2009, para desconfiar de

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