Una-tierra-prometida (1)
convencidos de que si trabajábamos de forma inteligente y premeditadapodíamos cambiar el país tal y como habíamos prometido.¿Y por qué no? Según las encuestas, mi índice de aprobación era casi del70 por ciento. Cada día llegaba una nueva circular con repercusionesmediáticas positivas. Los miembros más jóvenes del equipo, como Reggie yFavs, se habían convertido de pronto en los favoritos de las columnas decotilleo en Washington. A pesar del pronóstico de temperaturas gélidas parael día de la investidura, las autoridades preveían una afluencia récord, loshoteles estaban al tope de reservas a kilómetros a la redonda. Había unaavalancha de solicitudes para los espectáculos con entrada; de cargoselectos, donantes, primos lejanos, conocidos de la escuela y personajesimportantes que conocíamos poco o nada. Michelle y yo hicimos todo loposible por atenderlos a todos sin herir demasiadas susceptibilidades.—Se parece a nuestra boda —me quejé—, pero con una lista de invitadosmás larga.Cuatro días antes de la investidura, Michelle, las niñas y yo volamos aFiladelfia, donde, con la intención de rendir homenaje al viaje en tren quehabía hecho Lincoln en 1861 de Springfield a Washington para suinvestidura, nos subimos a un vagón antiguo y repetimos la última etapa desu viaje, con una desviación: una parada en Wilmington para recoger a Joey Jill Biden. Al contemplar la cariñosa multitud que se había reunido paraverlos partir, y oír las bromas que hacía Joe a todos los conductores deAmtrak que conocía de nombre después de años repitiendo el mismotrayecto, traté de imaginar lo que le pasaba por la cabeza al recorreraquellas vías por las que había viajado hacía mucho, no con alegría sino conangustia.Ese día pasé la mayor parte del tiempo conversando con alguna de lasdocenas de personas a las que habíamos invitado a hacer el trayecto, lamayoría ciudadanos corrientes que habíamos conocido aquí y allá a lo largode la campaña. Se unieron a Malia, a Sasha y a mí para cantar «felizcumpleaños» antes de que Michelle apagara las velitas de la tarta (cumplíacuarenta y cinco), lo que dio la sensación de una de esas pequeñasreuniones familiares que ella valoraba tanto. De vez en cuando salía a laplataforma trasera del tren, sentía el viento en la cara, oía el sincopadoritmo de las ruedas que por algún motivo parecía ralentizar el tiempo, ysaludaba a los grupos de personas que se habían reunido junto a las vías.Había miles de ellas, kilometro tras kilómetro, se podían distinguir las
sonrisas en la distancia, algunos estaban de pie en los andenes, otrosapretujados contra las vallas, muchos levantaban carteles hechos en casacon mensajes del tipo «Abuelas con Obama» o «Creemos en ti» o «Loconseguimos», o alzando a sus niños y animándolos a que me saludaran.Escenas como esas se repitieron durante los dos días siguientes. En unavisita al centro médico Militar Walter Reed, conocí a un joven marinemutilado que me hizo el saludo desde la cama y dijo que me había votado apesar de ser republicano, y que se sentía orgulloso de llamarme comandanteen jefe. En un albergue para personas sin hogar al sudeste de Washington,un adolescente con pinta de duro me rodeó en un fuerte abrazo sin decir niuna palabra. En la Casa Blair, sonreí al ver cómo le servían la cena en lamisma vajilla de porcelana que usaban para primeros ministros y reyes a lamadrastra de mi padre, Mama Sarah, que había viajado desde su pequeñaaldea rural al noroeste de Kenia para la investidura, una mujer que no habíarecibido ninguna educación formal y cuya casa tenía un techo de chapa, sinagua corriente ni cañerías.¿Cómo no emocionarse? ¿Cómo no pensar que había algo de verdad entodo aquello, algo que podía durar?Meses más tarde, cuando realmente se comprendió la magnitud deldesastre económico y el estado de ánimo general se volvió más pesimista, elequipo y yo nos preguntamos si podríamos haber hecho algo más —enmateria de política y gestión pública— para aplacar aquel subidónposelectoral colectivo y preparar al país para las dificultades que nosaguardaban. No era que no lo hubiéramos intentado. Cuando echo la vistaatrás y leo las entrevistas que di justo antes de asumir el cargo, mesorprende lo moderado que era; insistía en que la economía iba a empeorarantes de empezar a mejorar, recordaba a la gente que la reforma de lasanidad pública no se podía hacer de la noche a la mañana, y que no habíasoluciones simples para lugares como Afganistán. Lo mismo podría decirsede mi discurso de investidura: intenté trazar una imagen franca de nuestrascircunstancias, despojándola un poco de la retórica idealista para favoreceruna llamada a la responsabilidad y al esfuerzo común frente a los enormesdesafíos que nos aguardaban.Está todo ahí, por escrito, un diagnóstico bastante preciso de cómo iban aser los años siguientes. Aunque tal vez fue mejor que la gente no oyeraaquellas advertencias. Después de todo, no costaba nada encontrar motivospara sentirse temeroso y enfadado a principios de 2009, para desconfiar de
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convencidos de que si trabajábamos de forma inteligente y premeditada
podíamos cambiar el país tal y como habíamos prometido.
¿Y por qué no? Según las encuestas, mi índice de aprobación era casi del
70 por ciento. Cada día llegaba una nueva circular con repercusiones
mediáticas positivas. Los miembros más jóvenes del equipo, como Reggie y
Favs, se habían convertido de pronto en los favoritos de las columnas de
cotilleo en Washington. A pesar del pronóstico de temperaturas gélidas para
el día de la investidura, las autoridades preveían una afluencia récord, los
hoteles estaban al tope de reservas a kilómetros a la redonda. Había una
avalancha de solicitudes para los espectáculos con entrada; de cargos
electos, donantes, primos lejanos, conocidos de la escuela y personajes
importantes que conocíamos poco o nada. Michelle y yo hicimos todo lo
posible por atenderlos a todos sin herir demasiadas susceptibilidades.
—Se parece a nuestra boda —me quejé—, pero con una lista de invitados
más larga.
Cuatro días antes de la investidura, Michelle, las niñas y yo volamos a
Filadelfia, donde, con la intención de rendir homenaje al viaje en tren que
había hecho Lincoln en 1861 de Springfield a Washington para su
investidura, nos subimos a un vagón antiguo y repetimos la última etapa de
su viaje, con una desviación: una parada en Wilmington para recoger a Joe
y Jill Biden. Al contemplar la cariñosa multitud que se había reunido para
verlos partir, y oír las bromas que hacía Joe a todos los conductores de
Amtrak que conocía de nombre después de años repitiendo el mismo
trayecto, traté de imaginar lo que le pasaba por la cabeza al recorrer
aquellas vías por las que había viajado hacía mucho, no con alegría sino con
angustia.
Ese día pasé la mayor parte del tiempo conversando con alguna de las
docenas de personas a las que habíamos invitado a hacer el trayecto, la
mayoría ciudadanos corrientes que habíamos conocido aquí y allá a lo largo
de la campaña. Se unieron a Malia, a Sasha y a mí para cantar «feliz
cumpleaños» antes de que Michelle apagara las velitas de la tarta (cumplía
cuarenta y cinco), lo que dio la sensación de una de esas pequeñas
reuniones familiares que ella valoraba tanto. De vez en cuando salía a la
plataforma trasera del tren, sentía el viento en la cara, oía el sincopado
ritmo de las ruedas que por algún motivo parecía ralentizar el tiempo, y
saludaba a los grupos de personas que se habían reunido junto a las vías.
Había miles de ellas, kilometro tras kilómetro, se podían distinguir las