Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

cuando Michelle estaba trabajando. Pero fue mucho más que eso. Lo queimportaba de verdad —lo que no iba a dejar de importar incluso muchodespués de que las niñas hubiesen dejado de necesitar una niñera— fue quela simple presencia de Marian mantuvo a nuestra familia con los pies en latierra.Mi suegra no actuaba como si fuese mejor que los demás, de modo quenuestras hijas jamás consideraron siquiera esa opción. Vivía acorde a ladoctrina de no quejarse y no dramatizar, y no le impresionaba ningunaforma de opulencia o moda. Cuando Michelle regresaba de una sesión defotos o de una gala en la que la prensa había analizado todos susmovimientos o escudriñado su peinado, se podía quitar el vestido dediseñador, ponerse unos vaqueros y una camiseta, y confiar en que su madreestaba en su habitación del último piso de la Casa Blanca, siempre dispuestaa sentarse a ver la tele con ella y charlar de las niñas o de viejos conocidos ode cualquier otra cosa.Mi suegra jamás se quejó de nada. Siempre que interactuaba con ella meacordaba de eso, no importaba con qué tipo de conflicto estuviera lidiando,nadie me había obligado a ser presidente, tenía que aguantarme y hacer mitrabajo.Fue una verdadera bendición tener a mi suegra. Para nosotros seconvirtió en el vivo recuerdo de quiénes éramos y de dónde veníamos, laguardiana de unos valores que alguna vez nos habían parecido corrientespero que ahora nos dábamos cuenta de que eran mucho más extraordinariosde lo que habíamos imaginado.El semestre de invierno en Sidwell Friends arrancaba dos semanas antes deldía de la investidura, así que después de la noche de fin de año volamos aChicago, recogimos algunos objetos personales que aún faltaban portrasladar, y abordamos un avión del Gobierno rumbo a Washington. LaCasa Blair, la residencia oficial para los invitados del presidente, no nospodía alojar con tan poca anticipación, así que nos instalamos en el hotelHay-Adams, la primera de tres mudanzas que íbamos a hacer en un lapso detres semanas.A Malia y a Sasha no parecía importarles demasiado vivir en un hotel.Sobre todo no les importaba la poco habitual actitud permisiva de su madrerespecto a las horas frente al televisor, saltar en la cama y probar todos y

cada uno de los postres de la carta del servicio de habitaciones. El primerdía de clase Michelle las acompañó en un coche del Servicio Secreto. Mástarde me contó que se le había encogido el corazón al ver a sus adoradasbebés —con aspecto de exploradoras en miniatura con sus abrigos ymochilas de colores brillantes— dirigiéndose a su nueva vida rodeadas defornidos hombres armados.Sin embargo, aquella noche en el hotel las niñas repitieron su chácharairrefrenable de siempre, nos contaron lo increíble que había sido su día, quela comida era mucho mejor que la de la escuela anterior y que ya habíanhecho un grupo de nuevos amigos. Mientras hablaban, vi que se disipaba latensión en el rostro de Michelle. Cuando les dijo a Malia y Sasha que ahoraque habían empezado las clases se terminaban los postres después de cenary la tele entre semana, y que era momento de cepillarse los dientes yprepararse para ir a la cama, sentí que todo iba a salir bien.Mientras tanto, los engranajes de nuestra transición seguían a todamáquina. Las primeras reuniones con mis equipos de seguridad yeconómico fueron productivas, la gente cumplía la agenda prevista y elpostureo se mantenía a niveles mínimos. Hacinados en insulsas oficinasgubernamentales, organizamos grupos de trabajo para cada organismo ytema imaginables —capacitación laboral, seguridad aérea, deudas depréstamos estudiantiles, investigación contra el cáncer, licitaciones delPentágono—, me pasaba el día hurgando en el cerebro de jóvenes genios yentusiastas, despeinados académicos, líderes empresariales, grupos deapoyo y canosos veteranos de administraciones anteriores. Algunos sepostulaban para un cargo en la Administración; otros querían queadoptáramos propuestas que no habían llegado a ninguna parte en losúltimos ocho años. Pero todos se mostraban ansiosos por ayudar,emocionados ante la perspectiva de una Casa Blanca dispuesta a probarnuevas ideas.Evidentemente había baches en el camino. Algunas de mis opcionesfavoritas para los puestos del gabinete rechazaron mi oferta o no pasaron elescrutinio. Varias veces al día aparecía Rahm para preguntarme qué preferíahacer con alguna disputa emergente sobre política u organización, y trasbambalinas no faltaban las primeras peleas —sobre títulos, territorios,acceso, plazas de aparcamiento— que definen cada nueva Administración.Pero en líneas generales, el ánimo era de euforia centrada; todos estábamos

cuando Michelle estaba trabajando. Pero fue mucho más que eso. Lo que

importaba de verdad —lo que no iba a dejar de importar incluso mucho

después de que las niñas hubiesen dejado de necesitar una niñera— fue que

la simple presencia de Marian mantuvo a nuestra familia con los pies en la

tierra.

Mi suegra no actuaba como si fuese mejor que los demás, de modo que

nuestras hijas jamás consideraron siquiera esa opción. Vivía acorde a la

doctrina de no quejarse y no dramatizar, y no le impresionaba ninguna

forma de opulencia o moda. Cuando Michelle regresaba de una sesión de

fotos o de una gala en la que la prensa había analizado todos sus

movimientos o escudriñado su peinado, se podía quitar el vestido de

diseñador, ponerse unos vaqueros y una camiseta, y confiar en que su madre

estaba en su habitación del último piso de la Casa Blanca, siempre dispuesta

a sentarse a ver la tele con ella y charlar de las niñas o de viejos conocidos o

de cualquier otra cosa.

Mi suegra jamás se quejó de nada. Siempre que interactuaba con ella me

acordaba de eso, no importaba con qué tipo de conflicto estuviera lidiando,

nadie me había obligado a ser presidente, tenía que aguantarme y hacer mi

trabajo.

Fue una verdadera bendición tener a mi suegra. Para nosotros se

convirtió en el vivo recuerdo de quiénes éramos y de dónde veníamos, la

guardiana de unos valores que alguna vez nos habían parecido corrientes

pero que ahora nos dábamos cuenta de que eran mucho más extraordinarios

de lo que habíamos imaginado.

El semestre de invierno en Sidwell Friends arrancaba dos semanas antes del

día de la investidura, así que después de la noche de fin de año volamos a

Chicago, recogimos algunos objetos personales que aún faltaban por

trasladar, y abordamos un avión del Gobierno rumbo a Washington. La

Casa Blair, la residencia oficial para los invitados del presidente, no nos

podía alojar con tan poca anticipación, así que nos instalamos en el hotel

Hay-Adams, la primera de tres mudanzas que íbamos a hacer en un lapso de

tres semanas.

A Malia y a Sasha no parecía importarles demasiado vivir en un hotel.

Sobre todo no les importaba la poco habitual actitud permisiva de su madre

respecto a las horas frente al televisor, saltar en la cama y probar todos y

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