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Una-tierra-prometida (1)

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dientes que se caían y mejillas regordetas. ¿Cómo iba a marcar su infancia

la Casa Blanca? ¿Las iba a aislar? ¿Las iba a convertir en niñas mimadas o

presumidas? Por la noche escuchaba atentamente a Michelle mientras me

daba la última información que había recopilado, le decía lo que pensaba

sobre uno u otro tema que le agobiaba, y le aseguraba que un comentario

taciturno o una pequeña travesura de alguna de las niñas no eran

necesariamente los primeros indicadores de que su mundo se había

descalabrado.

Pero al igual que en la mayor parte de los últimos diez años, la carga

cotidiana de la crianza de las niñas recaía principalmente en Michelle. Y

mientras ella observaba cómo el torbellino de trabajo me succionaba —

incluso antes de asumir el cargo— y veía cómo se postergaba su propia

carrera, con su unido círculo de amistades a cientos de kilómetros de

distancia mientras ella se abría paso en una ciudad en la que la motivación

de muchas personas era necesariamente sospechosa, la perspectiva de la

soledad se posó sobre ella como una nube.

Todo esto ayuda a comprender por qué Michelle le pidió a su madre que

viniera a vivir con nosotros a la Casa Blanca. El simple hecho de que

Marian Robinson estuviera dispuesta a considerar la oferta me sorprendió,

porque mi suegra era prudente por naturaleza, encontraba satisfacción en el

trabajo estable, en las rutinas familiares, en el pequeño grupo de parientes y

amigos a los que conocía desde hacía años. Llevaba viviendo en la misma

casa desde la década de 1960 y rara vez se animaba a salir de Chicago; su

única extravagancia era un viaje al año de tres días a Las Vegas con su

cuñada Yvonne y Mama Kaye para jugar en las máquinas tragaperras. Y

aunque adoraba a sus nietas y había aceptado jubilarse antes para ayudar a

Michelle a cuidarlas en cuanto comenzó a animarse la campaña, siempre

hizo hincapié en que no quería estar dando vueltas por nuestra casa de

Chicago ni quedarse a cenar después de haber cumplido sus tareas.

—No pienso ser una de esas viejas —solía decir enfadada— incapaces de

dejar a sus hijos tranquilos solo porque no tienen nada mejor que hacer.

Aun así, Marian no puso mucha resistencia cuando Michelle le pidió que

se mudara con nosotros a Washington. Sabía que su hija no se lo estaría

pidiendo si no fuese de verdad importante.

Evidentemente, estaban las gestiones prácticas. Durante los primeros

años que pasamos en la Casa Blanca, Marian fue la que acompañó a Malia

y a Sasha a la escuela cada mañana, y quien cuidó de ellas después de clase

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