Una-tierra-prometida (1)

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Cuando George Washington fue elegido presidente en 1789, Washington D.C. todavía no existía. Para el juramento, el presidente electo tuvo que hacerun viaje de siete días en barco y carro de caballos desde su casa en MountVernon, Virginia, hasta el Federal Hall en la ciudad de Nueva York (sedetemporal del nuevo Gobierno nacional). Le recibió una multitud de diez milpersonas. Prestó juramento al cargo, a lo que siguió el grito «Larga vida aGeorge Washington» y trece cañonazos. Washington dio un moderadodiscurso inaugural de quince minutos, no a la multitud sino a los miembrosdel Congreso en un recinto provisorio y mal iluminado. Después asistió aun servicio religioso en una iglesia cercana.Sin más, el padre de nuestra patria pasó a la tarea de asegurarse de queEstados Unidos duraría más allá de su mandato.Con el tiempo, las investiduras presidenciales se volvieron cada máscomplejas. En 1809, Dolley Madison fue la anfitriona del primer baile deinvestidura en la nueva capital, cuatrocientas personas desembolsaroncuatro dólares por cabeza para tener el privilegio de asistir a lo que entoncesera el mayor evento social jamás celebrado en Washington D. C. En 1829,correspondiendo a su reputación de populista, Andrew Jackson abrió laspuertas de la Casa Blanca a varios miles de simpatizantes en su investidura;se dice que la multitud alcoholizada se alteró tanto que Jackson tuvo queescapar por una ventana.En su segunda investidura, Teddy Roosevelt no se contentó con desfilesmilitares y bandas de música: añadió un aluvión de vaqueros y a Gerónimo,el jefe de la tribu apache. Cuando fue el turno de John F. Kennedy en 1961,la investidura ya se había convertido en un espectáculo de varios díasretransmitido por televisión, repleto de actuaciones de músicos famosos,una lectura del poeta laureado Robert Frost y varias galas lujosas en las quelas principales celebridades de Hollywood sacudían su polvo de estrellassobre los donantes y agentes electorales del nuevo presidente. (Al parecerFrank Sinatra hizo grandes esfuerzos para que las fiestas estuvieran a laaltura de Camelot; aunque se vio forzado a lo que le debió de parecer unaincómoda conversación con su amigo y compañero del Rat Pack, SammyDavis Jr., cuando Joe Kennedy le dijo que la presencia del negro Davis y sublanca esposa sueca en la investidura podía no sentarle bien a losseguidores sureños de JFK, y que por lo tanto había que desanimarle a queasistiera.)

Dado el entusiasmo que había despertado nuestra campaña, lasexpectativas en torno a mi investidura —programada para el 20 de enero de2009— eran muy elevadas. Al igual que en la Convención Demócrata, nome involucré en los detalles de la organización, confié en que el comité quehabíamos reunido y la genial organizadora de mi campaña AlyssaMastromonaco (ahora designada directora de Programación) tenían todobajo control. Mientras levantaban escenarios e instalaban graderías a lolargo del trayecto del desfile en Washington, Michelle, las niñas y yo nosfuimos a pasar las navidades en Hawái, donde intenté recuperar un poco elaliento; entre la selección de los últimos cargos de mi gabinete, lasconsultas diarias al equipo económico y el primer borrador de mi discursoinaugural.Maya y yo pasamos una tarde revisando los objetos personales de Toot, yluego caminamos por el mismo saliente rocoso cercano a Hanauma Baydonde nos habíamos despedido de nuestra madre y arrojamos sus cenizas almar. Reuní a algunos viejos compañeros de la secundaria para unespontáneo partido de baloncesto. Nuestras familias cantaron villancicos,cocinaron galletas e instauraron lo que terminaría convirtiéndose en unconcurso de talentos anual (los padres fueron merecidamente juzgadoscomo los menos talentosos). Incluso tuve la oportunidad de hacer bodysurfen Sandy Beach, uno de mis lugares favoritos de joven. Mientras medeslizaba en una ola que rompía suavemente, con la luz ondulando en elbarrido del agua y el cielo punteado por el vuelo de los pájaros, por uninstante pude fingir que no estaba rodeado de varios SEAL del cuerpo demarines enfundados en sus neoprenos, que el patrullero de la guardiacostera que veía a lo lejos no tenía nada que ver conmigo y que no iban aaparecer luego en la portada de periódicos de todo del mundo imágenesmías sin camiseta bajo el titular «Apto para el cargo». Cuando hice una señade que estaba listo para marcharme, el jefe del equipo de seguridad de aqueldía —un sardónico agente llamado Dave Beach, que había estado conmigodesde el principio y me conocía como un amigo— inclinó la cabeza parasacarse el agua de las orejas y me dijo con total naturalidad: «Espero que lohaya disfrutado porque es la última vez que podrá hacer esto en muchomucho tiempo».Me reí, sabía que bromeaba... ¿o no? La campaña y sus repercusionesmás inmediatas no me habían dejado tiempo para reflexionar, de modo quesolo durante aquel paréntesis tropical todos —amigos, familia, el equipo de

Dado el entusiasmo que había despertado nuestra campaña, las

expectativas en torno a mi investidura —programada para el 20 de enero de

2009— eran muy elevadas. Al igual que en la Convención Demócrata, no

me involucré en los detalles de la organización, confié en que el comité que

habíamos reunido y la genial organizadora de mi campaña Alyssa

Mastromonaco (ahora designada directora de Programación) tenían todo

bajo control. Mientras levantaban escenarios e instalaban graderías a lo

largo del trayecto del desfile en Washington, Michelle, las niñas y yo nos

fuimos a pasar las navidades en Hawái, donde intenté recuperar un poco el

aliento; entre la selección de los últimos cargos de mi gabinete, las

consultas diarias al equipo económico y el primer borrador de mi discurso

inaugural.

Maya y yo pasamos una tarde revisando los objetos personales de Toot, y

luego caminamos por el mismo saliente rocoso cercano a Hanauma Bay

donde nos habíamos despedido de nuestra madre y arrojamos sus cenizas al

mar. Reuní a algunos viejos compañeros de la secundaria para un

espontáneo partido de baloncesto. Nuestras familias cantaron villancicos,

cocinaron galletas e instauraron lo que terminaría convirtiéndose en un

concurso de talentos anual (los padres fueron merecidamente juzgados

como los menos talentosos). Incluso tuve la oportunidad de hacer bodysurf

en Sandy Beach, uno de mis lugares favoritos de joven. Mientras me

deslizaba en una ola que rompía suavemente, con la luz ondulando en el

barrido del agua y el cielo punteado por el vuelo de los pájaros, por un

instante pude fingir que no estaba rodeado de varios SEAL del cuerpo de

marines enfundados en sus neoprenos, que el patrullero de la guardia

costera que veía a lo lejos no tenía nada que ver conmigo y que no iban a

aparecer luego en la portada de periódicos de todo del mundo imágenes

mías sin camiseta bajo el titular «Apto para el cargo». Cuando hice una seña

de que estaba listo para marcharme, el jefe del equipo de seguridad de aquel

día —un sardónico agente llamado Dave Beach, que había estado conmigo

desde el principio y me conocía como un amigo— inclinó la cabeza para

sacarse el agua de las orejas y me dijo con total naturalidad: «Espero que lo

haya disfrutado porque es la última vez que podrá hacer esto en mucho

mucho tiempo».

Me reí, sabía que bromeaba... ¿o no? La campaña y sus repercusiones

más inmediatas no me habían dejado tiempo para reflexionar, de modo que

solo durante aquel paréntesis tropical todos —amigos, familia, el equipo de

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