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Una-tierra-prometida (1)

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las elecciones, fui amablemente rechazado. Estaba cansada, dijo, y ansiosa

por acomodarse a la agenda más predecible del Senado. Aún tenía deudas

de campaña que necesitaba quitarse de encima. Y además tenía que tener en

cuenta a Bill. Su trabajo a favor del desarrollo global y la salud pública en

la Fundación Clinton había tenido un verdadero impacto en todo el mundo,

y tanto Hillary como yo sabíamos que la necesidad de evitar hasta la mera

apariencia de un conflicto de interés —sobre todo en lo relacionado con la

captación de fondos— le impondrían nuevas limitaciones tanto a él como a

la fundación.

Sus preocupaciones me parecieron válidas, pero también manejables. Le

pedí que se tomara un tiempo y lo pensara mejor. Durante la semana

siguiente, recluté a Podesta, Rahm, Joe Biden, a varios de nuestros colegas

en el Senado y a cualquiera que se me ocurriera para que se acercara a

Hillary y me ayudara a convencerla. A pesar de la presión, cuando

volvimos a hablar por teléfono, a altas horas de la noche, Hillary me dijo

que seguía inclinada a rechazar la oferta. Insistí, convencido de que fueran

cuales fueran las dudas que aún sentía, tenían menos que ver con el puesto

que con nuestra potencial relación. Conseguí que me diera su opinión sobre

Irak, Corea del Norte, la proliferación de las armas nucleares y los derechos

humanos. Le pregunté cómo renovaría el Departamento de Estado. Le

aseguré que tendría acceso directo y constante a mí, y libertad para elegir a

su propio equipo. «Eres demasiado importante para mí como para aceptar

un no como respuesta», le dije antes de colgar.

A la mañana siguiente, Hillary había decidido aceptar la oferta y unirse a

la Administración. Una semana y media más tarde la presenté junto al resto

de mi equipo de defensa nacional —y a quien había elegido como fiscal

general, Eric Holder, y a mi candidata para el Departamento de Seguridad

Interior, la gobernadora Janet Napolitano— en una conferencia de prensa en

Chicago. Cuando vi a los hombres y mujeres reunidos en el escenario, no

pude evitar darme cuenta de que casi todos eran mayores que yo, contaban

con décadas de experiencia en los niveles más altos del Gobierno, y como

mínimo un par de ellos habían apoyado originariamente a otros candidatos a

presidente, inmunes a los mensajes de esperanza y cambio. Pensé que al fin

y al cabo sí era un equipo de rivales. No iba a tardar en descubrir si eso

demostraba una justificada confianza en mis habilidades como líder o la

ingenua fe de un novato que estaba a punto de estrellarse.

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