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Una-tierra-prometida (1)

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El resto de las piezas de mi equipo de seguridad nacional fueron encajando

en su sitio sin demasiado alboroto: mi vieja amiga y antigua diplomática

Susan Rice como embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas;

Leon Panetta, excongresista por California y jefe de gabinete con Clinton,

con una merecida reputación a favor del bipartidismo, como director de la

CIA; y el almirante retirado Dennis Blair como director de Inteligencia

Nacional. Algunos de mis asesores más cercanos durante la campaña

asumieron puestos de funcionarios clave, incluyendo a mi preparador para

los debates, Tom Donilon, como asesor adjunto en seguridad nacional; las

jóvenes celebridades Denis McDonough, Mark Lippert y Ben Rhodes como

asistentes adjuntos en el Consejo de Seguridad Nacional y Samantha Power

en un cargo en el mismo organismo recientemente orientado a la prevención

de catástrofes y al desarrollo de los derechos humanos.

Solo uno de los nombramientos pendientes despertaba un gran revuelo.

Quería que Hillary Clinton fuera mi secretaria de Estado.

Los analistas ofrecían distintas teorías para explicar mis motivos para

elegir a Hillary: necesitaba unificar un Partido Demócrata aún escindido;

me preocupaba que ella me cuestionara desde su escaño en el Senado; me

había influido el libro de Doris Kearns Goodwin Team of Rivals y trataba de

imitar conscientemente a Lincoln designando para mi gabinete a un antiguo

rival.

En realidad era mucho más simple. Pensaba que Hillary era la mejor

persona para el puesto. Durante la campaña había sido testigo de su

inteligencia, preparación y ética profesional. Más allá de lo que pensara de

mí, confiaba en su patriotismo y su compromiso con el deber. Estaba

convencido de que en una época en la que las relaciones diplomáticas

globales eran tensas o sufrían de una negligencia crónica, una secretaria de

Estado del calibre y poder de Hillary, con sus contactos y su comodidad

para moverse en el escenario internacional aportaría más capacidad que

nadie.

Con las cicatrices de la campaña aún en el recuerdo, no todos en mi

bando estaban convencidos. («¿Estás seguro de que quieres a una secretaria

de Estado que decía en la tele que no estabas preparado para ser

comandante en jefe?», me preguntó un amigo. Tuve que recordarle que la

persona que pronto sería mi vicepresidente había dicho lo mismo.) Hillary

también estaba recelosa, y cuando le ofrecí el cargo por primera vez en una

reunión en nuestra oficina temporal en Chicago unos diez días después de

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