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Una-tierra-prometida (1)

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proporción con la escuela «realista», una aproximación que apreciaba el

control, daba por descontado la información imperfecta y las consecuencias

imprevistas, y atenuaba la creencia en la excepcionalidad de Estados

Unidos con cierta humildad a la hora de pensar en nuestra capacidad real

para rehacer el mundo a nuestra imagen. Con frecuencia sorprendía a las

personas al nombrar a George H. W. Bush como uno de los últimos

presidentes cuya política exterior admiraba. Bush, junto a James Baker,

Colin Powell y Brent Scowcroft, habían gestionado hábilmente el final de la

Guerra Fría y el exitoso desarrollo de la guerra del Golfo.

Gates había crecido trabajando con esos hombres, y en su gestión de la

campaña en Irak había visto suficientes coincidencias entre nuestras

opiniones como para confiar en que podíamos trabajar juntos. Contar con su

opinión en la mesa, junto a la de otras personas como Jim Jones —general

con cuatro estrellas retirado y antiguo jefe del Comando Europeo, a quien

había designado como mi primer asesor en cuestiones de seguridad nacional

— garantizaban que iba a escuchar distintos puntos de vista antes de tomar

cualquier decisión importante, y que constantemente pondría a prueba mis

creencias más profundas frente a personas que tenían jerarquía y confianza

suficientes para decirme si me estaba equivocado.

Evidentemente, todo eso dependía de un nivel básico de confianza entre

Gates y yo. Cuando le pedí a un colega que tanteara su posible disposición a

continuar en el cargo, Gates respondió con una lista de preguntas. ¿Cuánto

tiempo pretendía que se quedara? ¿Estaba dispuesto a mostrarme flexible en

la retirada de tropas de Irak? ¿Cómo iba a abordar la dotación de personal y

el presupuesto del Departamento de Defensa?

Sentados en aquella habitación de la estación de bomberos, Gates

reconoció que no era habitual que un potencial miembro del gabinete

interrogara de aquella manera a su futuro jefe. Esperaba que yo no lo

considerara una impertinencia. Le aseguré que no me importaba y que su

franqueza y su mente lúcida eran precisamente lo que estaba buscando.

Repasamos su lista de preguntas. Por mi parte, yo también había llevado

algunas. Cuarenta y cinco minutos más tarde, nos dimos la mano y nos

escabullimos en comitivas separadas.

—¿Y? —me preguntó Axelrod cuando regresé.

—Se apunta —respondí—. Me gusta —y agregué—: veremos si yo

también le gusto a él.

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