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Una-tierra-prometida (1)

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fueran hombres de firmes convicciones, hábiles en las luchas burocráticas

internas y que se inclinaran por seguir haciendo las cosas siempre igual. Eso

no me intimidaba. A grandes rasgos, sabía lo que quería hacer y entendía

que las costumbres derivadas de la cadena de mando —como hacer el

saludo y ejecutar las órdenes del comandante en jefe, incluso aquellas con

las que uno estaba del todo en desacuerdo— estaban profundamente

arraigadas.

Con todo, sabía que dirigir el aparato de la seguridad nacional

estadounidense hacia una nueva dirección no había sido sencillo para

ningún presidente. Si Eisenhower —antiguo Comandante Supremo Aliado

y uno de los arquitectos del Día D— en ocasiones se había sentido

bloqueado por lo que llamaba el «complejo militar-industrial», había

grandes probabilidades de que impulsar una reforma fuera aún más difícil

para un presidente afroamericano recién elegido, que jamás había prestado

servicio en uniforme, que se había opuesto a una misión a la que muchos

habían dedicado la vida, que quería poner freno al presupuesto militar, y

que con toda seguridad había perdido el voto del Pentágono por un margen

considerable. Para terminar con todo aquello, y no postergarlo uno o dos

años, lo que necesitaba era una persona como Gates, que sabía cómo

funcionaba la estructura y dónde estaban las trampas; alguien que ya gozaba

de un respeto que yo —a pesar de mi cargo— tendría que ganarme de

alguna forma.

Había un último motivo por el que quería a Gates en mi equipo, y era

resistirme a mis propios prejuicios. La imagen de mí mismo que había

surgido en la campaña —el idealista romántico que se oponía por instinto a

la acción militar y que creía que todos los problemas en el escenario

internacional se podían resolver mediante el diálogo moralista— jamás

había sido del todo correcta. En realidad, creía en la diplomacia y pensaba

que la guerra debía ser el último recurso. Creía en la cooperación

multilateral para afrontar problemas como el cambio climático y que una

firme difusión de la democracia, el desarrollo económico y los derechos

humanos en todo el mundo ayudarían a cumplir nuestros intereses de

seguridad nacional a largo plazo. Quienes me votaron o trabajaron en mi

campaña se inclinaban a compartir esas creencias, y lo más probable era

que estuvieran en mi Administración.

Pero mis opiniones sobre política exterior —y ciertamente también mi

oposición a la invasión de Irak— estaban en deuda casi en la misma

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