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Una-tierra-prometida (1)

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Más o menos en la misma época en que terminaba de decidir mi equipo

económico, le pedí a mis colaboradores y agentes del Servicio Secreto que

acordaran una reunión privada en la estación de bomberos del aeropuerto

Nacional Ronald Reagan. Cuando llegué, las instalaciones estaban vacías,

habían reubicado los camiones para acoger nuestra comitiva. Entré en una

habitación en la que habían servido un refrigerio y saludé al hombre

pequeño y encanecido de traje gris que estaba sentado en el interior.

—Señor secretario —dije mientras le estrechaba la mano—. Gracias por

su tiempo.

—Felicitaciones, presidente electo —me respondió Robert Gates con la

mirada inflexible y la sonrisa tensa, antes de sentarnos y ponernos manos a

la obra.

Se puede decir que el secretario de Defensa del presidente Bush y yo no

frecuentábamos los mismos círculos. De hecho, más allá de nuestras raíces

comunes en Kansas (Gates había nacido y crecido en Wichita), resulta

difícil imaginar a dos individuos con trayectorias tan distintas llegando a un

mismo lugar. Gates era un eagle scout, un oficial de inteligencia de la

Fuerza Aérea, experto en Rusia y recluta de la CIA. En el apogeo de la

Guerra Fría, había trabajado en el Consejo de Seguridad Nacional con

Nixon, Ford y Carter, y en la agencia con Reagan, antes de convertirse en el

director de la CIA con George H. W. Bush. (Reagan lo había propuesto

antes, pero ciertas dudas sobre su participación en el escándalo Irán-Contra

lo habían apartado del cargo.) Con la llegada de Bill Clinton, Gates dejó

Washington D. C., entró en consejos de empresas, y más tarde trabajó como

presidente de la Universidad de Texas A&M, cargo que mantuvo hasta

2006, cuando George W. Bush le pidió que reemplazara a Donald Rumsfeld

en el Pentágono y rescatara la estrategia de la guerra de Irak, que por

entonces estaba totalmente en ruinas.

Era un republicano, un halcón de la Guerra Fría, un miembro acreditado

del establishment en asuntos de seguridad nacional, un antiguo adalid de las

intervenciones internacionales contra las que seguramente yo había

protestado en la universidad, y actual secretario de Defensa de un

presidente cuyas políticas bélicas aborrecía. Aun así, aquel día me

encontraba en la estación de bomberos para pedirle a Bob Gates que

siguiera en el cargo como mi secretario de Defensa.

Al igual que para los nombramientos en materia económica, mis motivos

eran prácticos. Con ciento ochenta mil soldados estadounidenses

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