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Una-tierra-prometida (1)

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anterior, ya que había trabajado a contrarreloj junto a Hank Paulson y Ben

Bernanke por contener la caída de Wall Street.

Ya fuera por lealtad a Larry, por agotamiento o por un sentimiento

comprensible de culpa (al igual que Rahm —y que yo—, Tim tenía niños en

casa y una esposa que aspiraba a una vida tranquila), Tim se pasó gran parte

de nuestra primera reunión tratando de disuadirme de que le nombrara

secretario del Tesoro. Me marché convencido de lo contrario. Para

cualquiera —incluso para Larry— igualar el conocimiento que tenía Tim de

la crisis financiera en tiempo real, o sus vínculos con la actual camada de

actores financieros globales, llevaría meses, y no teníamos ese tiempo. Pero

lo más importante es que mi instinto me decía que la honestidad de Tim, su

carácter estable y la habilidad para resolver problemas no se verían

afectados por el ego ni por miramientos políticos, y eso le convertía en

alguien de valor incalculable para la tarea que teníamos por delante.

Al final, decidí fichar a los dos; a Larry para que nos ayudara a decidir

qué demonios hacer (y no hacer) y a Tim para que organizara y condujera

nuestra intervención. Para que funcionara, tuve que convencer a Larry de

que viniera no como secretario del Tesoro sino como director del Consejo

Económico Nacional, lo que, a pesar de ser el principal cargo de la Casa

Blanca en materia económica, se consideraba menos prestigioso. Entre las

funciones tradicionales del director se encontraban coordinar el proceso de

formulación de políticas y ejercer como agente diplomático entre distintos

organismos, lo cual no era precisamente el fuerte de Larry. Pero nada de

todo eso importaba, le dije. Le necesitaba, su país le necesitaba, y en lo que

a mi concernía, iba a estar al mismo nivel que Tim para formular nuestro

plan económico. Puede que mi sinceridad ejerciera cierta influencia, aunque

fue la promesa (sugerida por Rahm) de nombrar a Larry como siguiente

presidente de la Reserva Federal la que sin duda ayudó a que aceptara.

Tenía que designar otros puestos clave. Como directora del Consejo de

Asesores Económicos —responsable de suministrar al presidente la mejor

información y análisis disponibles en todos los asuntos económicos— elegí

a Christina Romer, una profesora de Berkeley de mejillas sonrosadas que

había hecho un trabajo pionero sobre la Gran Depresión. Peter Orszag, jefe

de la Oficina de Presupuesto del Congreso, aceptó el puesto de director de

la Oficina de Administración y Presupuesto, y Melody Barnes, una

reflexiva abogada afroamericana y exasesora sénior del senador Ted

Kennedy, fue designada responsable del Consejo para Política Nacional.

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