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Una-tierra-prometida (1)

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exigían. El informe de empleo de octubre, que salió a la luz tres días

después de las elecciones, fue devastador: se habían perdido 240.000

puestos de trabajo (en realidad revisiones posteriores revelarían que la cifra

era de 481.000). A pesar de la aprobación del TARP y de las continuas

medidas de emergencia del Tesoro y la Reserva Federal, los mercados

financieros seguían paralizados, los bancos continuaban al borde del

colapso y las ejecuciones hipotecarias no mostraban signos de empezar a

disminuir. Me encantaban las numerosas jóvenes promesas que me habían

aconsejado durante la campaña, y sentía cierta afinidad con los economistas

de izquierdas y los activistas que consideraban que la crisis era producto de

un sistema financiero inflado y fuera de control que necesitaba una reforma

urgente, pero con la economía mundial en caída libre, mi tarea principal no

era construir una nueva versión del orden económico, sino prevenir

desastres peores. Para hacerlo, necesitaba gente que hubiese gestionado

crisis anteriormente, personas que pudieran dar tranquilidad a unos

mercados al borde del pánico; gente, en síntesis, probablemente manchada

por los pecados del pasado.

El cargo de secretario del Tesoro se redujo a dos candidatos: Larry

Summers, que había desempañado la tarea con Bill Clinton, y Tim Geithner,

anterior segundo de Larry y actual director del Banco de la Reserva Federal

de Nueva York. Larry era la opción más obvia: especialista en economía y

campeón de debates en MIT, uno de los profesores titulares más jóvenes de

Harvard y reciente presidente de la universidad, había trabajado como

economista principal del Banco Mundial, subsecretario de asuntos

internacionales, y como subsecretario del Tesoro antes de tomar las riendas

de su predecesor y mentor, Bob Rubin. A mediados de los noventa, Larry

había ayudado a diseñar la respuesta internacional a una serie de graves

crisis financieras en México, Asia y Rusia —las más parecidas a la que yo

heredaba— y hasta sus detractores más férreos reconocían su inteligencia.

Como bien lo describió Tim, Larry era capaz de escuchar tus

razonamientos, repetirlos mejor que tú y después demostrarte por qué

estabas equivocado.

Tenía también una reputación, solo parcialmente merecida, de arrogante

y políticamente incorrecto. Como presidente de Harvard, había mantenido

una encendida polémica con el destacado profesor de estudios

afroamericanos Cornel West y más tarde le habían obligado a renunciar por

haber defendido, entre otras cosas, que ciertas diferencias intrínsecas en

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