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Una-tierra-prometida (1)

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y de ascensores de servicio, completamente despejadas a excepción de

algunos guardias de seguridad. Me sentía como si viviera en una ciudad

fantasma particular, eterna y portátil.

Pasaba las tardes formando el Gobierno. Una nueva Administración

genera menos cambios de lo que la mayoría de la gente cree. De los más de

tres millones de personas que emplea el Gobierno federal, entre civiles y

militares, apenas unos pocos miles son los llamados cargos políticos, que

prestan servicio según la voluntad del presidente. De entre esos, el

presidente tiene un trato habitual, significativo, con menos de cien altos

cargos y asistentes personales. Los presidentes tienen el poder de articular

una imagen y establecer una dirección para el país; el poder de promover

una cultura institucional sana, estableciendo cadenas de responsabilidad y

medidas de rendición de cuentas muy claras. Al fin y al cabo, iba a ser yo

quien tomara las decisiones finales sobre los temas relevantes y quien iba a

tener que explicárselas al país. Para hacerlo, al igual que los presidentes que

me habían precedido, dependería del puñado de personas que hicieran de

mis ojos, oídos, manos y pies; de quienes iban a convertirse en mis

administradores, ejecutores, facilitadores, analistas, organizadores, líderes

de equipos, comunicadores, mediadores, solucionadores de problemas,

chalecos antibalas, negociadores sinceros, cajas de resonancia, críticos

constructivos y soldados leales. Era clave, por lo tanto, elegir bien esos

primeros nombramientos; empezando por la persona que iba a ser mi jefe

de gabinete. Desgraciadamente, la respuesta inicial del primer candidato en

la lista fue poco entusiasta.

«Ni de coña.»

Era Rahm Emanuel, antiguo recaudador de fondos para Richard Daley y

enfant terrible de la Administración Clinton, actual congresista por el

distrito norte de Chicago y autor intelectual de la ola demócrata que en

2006 había recuperado el Congreso. Bajo, esbelto, inquietantemente

apuesto, enormemente ambicioso y ligeramente maniático, Rahm era más

listo que la mayoría de sus colegas en el Congreso y famoso por no

ocultarlo. También era divertido, sensible, ansioso, leal y célebremente

soez. Unos años antes, en una barbacoa benéfica en su honor, conté que,

tras haber perdido el dedo corazón en una cortadora de carne cuando era un

adolescente, Rahm había quedado casi mudo.

«Escucha, me halaga que me lo pidas —dijo Rahm cuando contacté con

él un mes antes de las elecciones—. Haré lo que haga falta para ayudarte.

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