Una-tierra-prometida (1)
del aparente buen humor del presidente Bush, mi presencia en el despachoque estaba a punto de abandonar debía de despertar en él sentimientosencontrados. Seguí su ejemplo y evité profundizar demasiado en política.Más que nada, me dediqué a escuchar.Solo en una ocasión dijo algo que me llamó la atención. Estábamoshablando de la crisis financiera y de los esfuerzos del secretario Paulson pororganizar el programa de rescate a los bancos ahora que el TARP había sidoaprobado en el Congreso. «La buena noticia, Barack —dijo—, es quecuando asumas el cargo, te habremos evitado la parte más dura. Vas a poderarrancar haciendo borrón y cuenta nueva.»Me quedé mudo por un instante. Charlaba con Paulson con frecuencia ysabía que la probabilidad de una caída en cadena de los bancos y una crisiseconómica global seguía siendo muy real. Miré al presidente e imaginétodas las esperanzas y las convicciones que debía de haber traído la primeravez que entró al despacho Oval como presidente electo, no menosencandilado por su brillo que yo, e igual de ansioso por cambiar y mejorarel mundo, igual de seguro de que la historia iba a juzgar su presidenciacomo un éxito.—Fue un gesto muy valiente por tu parte lograr que se aprobara TARP—dije al fin—. Enfrentarte a la opinión pública y a tanta gente de tu propiopartido por el bien del país.Al menos eso era cierto. No tenía sentido decir nada más.Al regresar a Chicago, nuestra vida cambió bruscamente. En casa nadaparecía muy diferente. Hacíamos el desayuno y preparábamos a las niñaspara ir a la escuela, nos pasábamos las mañanas devolviendo llamadas ycharlábamos con los miembros del equipo. Pero en cuanto alguno denosotros cruzaba el umbral de la puerta, era un mundo nuevo. Losperiodistas se habían instalado en la esquina, tras unas barreras de cementorecién levantadas. Los francotiradores del Servicio Secreto hacían guardiaen el techo, vestidos de negro. Una visita a la casa de Marty y Anita, aapenas unas manzanas de distancia, suponía un gran esfuerzo; una escapadaa mi viejo gimnasio ya era impensable. De camino a nuestras oficinastemporales en el centro, me di cuenta de que las carreteras vacías que Maliahabía comentado la noche de las elecciones eran ahora la nueva normalidad.Todas mis entradas y salidas de edificios eran a través de las áreas de carga
y de ascensores de servicio, completamente despejadas a excepción dealgunos guardias de seguridad. Me sentía como si viviera en una ciudadfantasma particular, eterna y portátil.Pasaba las tardes formando el Gobierno. Una nueva Administracióngenera menos cambios de lo que la mayoría de la gente cree. De los más detres millones de personas que emplea el Gobierno federal, entre civiles ymilitares, apenas unos pocos miles son los llamados cargos políticos, queprestan servicio según la voluntad del presidente. De entre esos, elpresidente tiene un trato habitual, significativo, con menos de cien altoscargos y asistentes personales. Los presidentes tienen el poder de articularuna imagen y establecer una dirección para el país; el poder de promoveruna cultura institucional sana, estableciendo cadenas de responsabilidad ymedidas de rendición de cuentas muy claras. Al fin y al cabo, iba a ser yoquien tomara las decisiones finales sobre los temas relevantes y quien iba atener que explicárselas al país. Para hacerlo, al igual que los presidentes queme habían precedido, dependería del puñado de personas que hicieran demis ojos, oídos, manos y pies; de quienes iban a convertirse en misadministradores, ejecutores, facilitadores, analistas, organizadores, líderesde equipos, comunicadores, mediadores, solucionadores de problemas,chalecos antibalas, negociadores sinceros, cajas de resonancia, críticosconstructivos y soldados leales. Era clave, por lo tanto, elegir bien esosprimeros nombramientos; empezando por la persona que iba a ser mi jefede gabinete. Desgraciadamente, la respuesta inicial del primer candidato enla lista fue poco entusiasta.«Ni de coña.»Era Rahm Emanuel, antiguo recaudador de fondos para Richard Daley yenfant terrible de la Administración Clinton, actual congresista por eldistrito norte de Chicago y autor intelectual de la ola demócrata que en2006 había recuperado el Congreso. Bajo, esbelto, inquietantementeapuesto, enormemente ambicioso y ligeramente maniático, Rahm era máslisto que la mayoría de sus colegas en el Congreso y famoso por noocultarlo. También era divertido, sensible, ansioso, leal y célebrementesoez. Unos años antes, en una barbacoa benéfica en su honor, conté que,tras haber perdido el dedo corazón en una cortadora de carne cuando era unadolescente, Rahm había quedado casi mudo.«Escucha, me halaga que me lo pidas —dijo Rahm cuando contacté conél un mes antes de las elecciones—. Haré lo que haga falta para ayudarte.
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del aparente buen humor del presidente Bush, mi presencia en el despacho
que estaba a punto de abandonar debía de despertar en él sentimientos
encontrados. Seguí su ejemplo y evité profundizar demasiado en política.
Más que nada, me dediqué a escuchar.
Solo en una ocasión dijo algo que me llamó la atención. Estábamos
hablando de la crisis financiera y de los esfuerzos del secretario Paulson por
organizar el programa de rescate a los bancos ahora que el TARP había sido
aprobado en el Congreso. «La buena noticia, Barack —dijo—, es que
cuando asumas el cargo, te habremos evitado la parte más dura. Vas a poder
arrancar haciendo borrón y cuenta nueva.»
Me quedé mudo por un instante. Charlaba con Paulson con frecuencia y
sabía que la probabilidad de una caída en cadena de los bancos y una crisis
económica global seguía siendo muy real. Miré al presidente e imaginé
todas las esperanzas y las convicciones que debía de haber traído la primera
vez que entró al despacho Oval como presidente electo, no menos
encandilado por su brillo que yo, e igual de ansioso por cambiar y mejorar
el mundo, igual de seguro de que la historia iba a juzgar su presidencia
como un éxito.
—Fue un gesto muy valiente por tu parte lograr que se aprobara TARP
—dije al fin—. Enfrentarte a la opinión pública y a tanta gente de tu propio
partido por el bien del país.
Al menos eso era cierto. No tenía sentido decir nada más.
Al regresar a Chicago, nuestra vida cambió bruscamente. En casa nada
parecía muy diferente. Hacíamos el desayuno y preparábamos a las niñas
para ir a la escuela, nos pasábamos las mañanas devolviendo llamadas y
charlábamos con los miembros del equipo. Pero en cuanto alguno de
nosotros cruzaba el umbral de la puerta, era un mundo nuevo. Los
periodistas se habían instalado en la esquina, tras unas barreras de cemento
recién levantadas. Los francotiradores del Servicio Secreto hacían guardia
en el techo, vestidos de negro. Una visita a la casa de Marty y Anita, a
apenas unas manzanas de distancia, suponía un gran esfuerzo; una escapada
a mi viejo gimnasio ya era impensable. De camino a nuestras oficinas
temporales en el centro, me di cuenta de que las carreteras vacías que Malia
había comentado la noche de las elecciones eran ahora la nueva normalidad.
Todas mis entradas y salidas de edificios eran a través de las áreas de carga